Mandela, por Teodoro Petkoff
Suena a lugar común decir que Nelson Mandela – Madiba, como cariñosamente lo llamaba su pueblo – no ha muerto. Sin embargo, es cierto: Mandela no ha muerto. Fue de esos seres humanos que aun desaparecidos físicamente continúan y continuarán vivos porque dejaron de pertenecerse a sí mismos para transformarse en patrimonio común de la humanidad entera. Sus veintiocho años de prisión terminaron por hacer de él uno de los más poderosos símbolos planetarios de la lucha por la justicia, por la igualdad, por la democracia, en fin.
Desde su estrecha celda en Robben Island, Mandela hizo de su condición de político militante una formidable fuerza moral, que inspiró no sólo a su propio pueblo sino a millones de personas en el mundo entero. Puesto que envejeció en la cárcel, su imagen, cuando salió de prisión, esa de un anciano amable y digno, fue la que el mundo conoció y admiró.
Pero Mandela no era un santón; fue, en realidad uno de los más grandes luchadores políticos del siglo XX. De hecho, su lucha contra el apartheid comenzó con las armas en la mano, pero la reflexión, esa que hizo de él un sabio, lo convenció de que aquella discriminación oprobiosa de la que su pueblo era víctima en Sudáfrica, era tan absolutamente inmoral -al mismo tiempo que poderosamente armada – que sólo oponiéndole una fuerza moral superior podría vencérsela.
Mandela, a quien la prisión no amargó, pero que habría tenido todas las razones del mundo para dejarse arrastrar por el rencor y la venganza, comprendió – e hizo comprender a su pueblo – que la libertad sólo podría llegar por el peso de su fuerza moral. Por la imposición pacífica de esa fuerza moral. Eso fue lo que le dio Nelson Mandela a la lucha contra el apartheid. Por eso vencieron, él y su pueblo.