Manejo de la ira, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Apenas fueron ocho segundos –no más– los que atravesé para volver al peor día de mi vida. Antes que eso pasara me podían ver ahí, confiado, tranquilo, con la sonrisa de buenos días en el ascensor, resuelto a no boicotearme y dispuesto a tripear el nuevo puesto para el cual me había esforzado hasta tensar la cuerda del estrés. Era mi estreno como gerente de la multinacional alemana que abrió oficinas en Barcelona. De modo que salí de casa con mi pantalón nuevo y la camisa planchada. Un maletín que estaba en descuento de 50% en el Corte Inglés sustituía la vieja y arruinada mochila. Ese jueves empezaba como jefe en E-Commerce y Marketing Digital.
Lo que ocurrió después, el impacto de verlo así de repente abriendo su apartamento, muy alegre el hijo de puta, sin siquiera hacer el esfuerzo de reconocerme, eso me dejó aturdido. Pude ver cómo pasó la llave, empujó la puerta y entró con dos bolsas del super. Cerré los ojos y cuando desapareció de mi vista reaccioné únicamente para emprender la huida confirmando el refrán de que el mundo es un pañuelo.
Le pregunté a Dios cómo era eso de que el miserable agente del Sebin que estuvo a un tris de truncar la historia de un chamo de 26 años era ahora mi vecino en el edificio de la calle Balmes. Caminé pesadamente, aturdido, por la acera sin advertir a la gente o a los patineteros. Me sentía anestesiado por un sentimiento similar a la rabia. Bajé sin saberlo hasta la estación del metro, esperé inquieto el andén y, ya sentado en un vagón al lado de una señora mayor que gritaba a su hija por teléfono fue cuando recuperé la normalidad.
Me repetí una y otra vez «Cálmate, Diego… acuérdate que quien va a entrar hoy en la oficina de Virgule Corp como gerente eres tú y no el empleado silencioso que once meses atrás tocó acobardado el timbre de esa sede para dejar su currículum».
La jornada transcurrió rápido, con más ansiedad que expectativas, lo que relegó al segundo plano el inesperado suceso de la mañana. Clara me telefoneó tres veces para curiosear, saber cómo me sentía en la nueva oficina y me recordó que al salir debíamos vernos en el café del carrer Montcada, con Sammy y Laura. No le mencioné el infortunado hecho quizás porque mientras estuve entregado en mis labores no hallé un instante para contárselo o porque al final decidí que ella, quien ha sido paño de lágrimas y me ha ayudado tanto a rehacer mi vida soportando mis angustias para dejar atrás ese horrible pasado no merecía saber que a mi drama los productores de eso que llaman el destino habían ordenado añadir otro capítulo.
Así que terminada la jornada del día me despedí de los compañeros –ahora subalternos–, soporté las jodas por asumir como su nuevo jefe y alquilé una bici para llegar al café Montcada donde Clara, Sammy y Laura habían consumido la primera cerveza. Laura me presentó a Mercedes, una paisana que empezaba a trabajar con ella en la tienda de Zara. Una razón de más para no mencionar el escabroso tema.
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En tardes como estas, bellamente soleadas, alegres y deliciosas evitamos hablar del país y jugamos a construir con piezas de lego nuestras parcelas del futuro que nos hemos prometido. Así que pasamos la noche de lo más sabroso y cuando la diversión terminó a las dos de la madrugada ya borrachos, risueños y agotados cada cual optó por irse a su casa. En cambio, Clara y yo caminamos un poco por la Barceloneta antes de subirnos al taxi y acabar enrollados en la cama. Tantas horas de tórridos besos y placer lograron finalmente que lo sucedido esa mañana no aflorara en nuestra agenda.
Pero yo no lo olvidé. En dos o tres ocasiones me topé con el despreciable sujeto que me disparó y casi me vuela el ojo derecho cuando yo acudía a visitar a Rosalba, la chica de Psicología de UCAB, a quien le estaba echando los perros. No tenía razones el miserable para dispararme puesto que yo subía distraído por las escaleras de caracol del edificio Garlin en Chacao mientras ese tipo con su cómplice intentaban robar un apartamento en el quinto piso. Cuando vieron que yo aparecí, sin dudas que lo asusté y dispararon.
Sentí el fogonazo chocar en mi cabeza, lo que seguramente les impidió seguir el robo y en la huida pasaron por encima de mi cuerpo sangrante. Pensaron que me habían matado solo que de inmediato salieron los vecinos del edificio, me asistieron y una ambulancia me trasladó a la clínica Sanatrix donde me atendieron oportunamente y de manera efectiva. La herida de bala había sido rasante y aunque pasó por el ojo derecho no ameritaba sino una intervención de parte de los especialistas. Pero me salvé.
No entré en las estadísticas de los cadáveres que llevan llorando a la morgue. De las investigaciones se supo que Yorman Moreno, el hombre que me disparó, era funcionario del Sebin y en sus ratos libres se dedicaba a vaciar las casas cuyos residentes se habían marchado del país.
Si algún vecino se asomaba incómodo desde la puerta el sujeto lo chapeaba con su carnet, le informaba que se trataba de un operativo especial porque el ocupante de la vivienda estaba siendo solicitado y la gente más por miedo que convencimiento cerraba la puerta y no se esforzaba en llamar a la policía.
Tardé diez meses para recuperarme de la herida, en particular de la lesión en el ojo derecho, ya que estuve a punto de perder la visión. Una vez que me enteré que mi victimario era funcionario del Sebin y que no había sido detenido ni expulsado de ese cuerpo de inteligencia el primer consejo que me dieron mis padres fue que huyera del país.
Temían tanto por ellos como por mí. Así que en enero del año siguiente me aparecí en casa de un tío en Lima. Mi tío Alberto ya tenía buenos contactos con comerciantes del mercado municipal y arranqué en una nueva chamba. Pero vista la inestabilidad política y el continuo acoso contra los venezolanos entre los mismos comerciantes, en menos de un año reuní el dinero para viajar a España.
En Barcelona he intentado rehacer mi vida. No supe más nada de Rosalba. Por fotos en su cuenta de Instagram supe que se casó. Menos mal que nos alejamos y no nos hicimos promesas imposibles. A los siete meses de llegar aquí conocí a Clara, con quien he ido cerrando heridas, en particular la de la nostalgia. Con Clara he recuperado los días de sol y la alegría que me fueron confiscados.
Pero esta mañana he vuelto al puesto de salida. Al día aquel cuando silbaba por los escalones de caracol, saltándolos de dos en dos, del edificio en Chacao, y al mirar hacia arriba el agente Moreno me observó con aires de sorprendido. Mientras ascendía hacia la casa de la chama ¡Pum! El sujeto decidió espantarme ¿será? Pero el coñazo me hizo rodar escaleras abajo y cuando bajaron con sus maletines pisaron el chorrerón de sangre que fluía de mi cabeza.
Digo lo que me contaron porque con ese disparo no tuve ni tiempo de decir ¡ay, Dios mío!, que es lo que uno suele decir en tales circunstancias. ¿Qué pasó? Que el edificio tenía cámaras de seguridad y el incidente quedó registrado como para un tráiler de Netflix.
Meses después cuando mis viejos me aconsejaron que por mi seguridad y la de ellos era mejor que me pasara a la diáspora porque el funcionario no había sido siquiera suspendido y ahora era escolta de un diputado del PSUV fue cuando viajé a Perú –ya se los conté, verdad– y luego cuando llegué a Barcelona me entregué a trabajos diversos hasta que conocí a Clara y se me aclaró la vida que tenía por delante, bajo la promesa de olvidar lo pasado. Hecho.
Sí, papá. Tú crees que eso es cerrar una puerta y abrir la otra. Desde que supe que al tal Moreno se le ocurrió también la idea de emigrar y ahora es mi vecino indeseable he fraguado una batería de planes de venganza gugleando noche y día. Clara, desde luego, lo ignora, y me nota distante, algo extraño. Sospecha que ando enrollado con una empleada nueva de la oficina.
Un día ella pensó así: antes de llegar a ese punto melodramático en el que nos tomamos de las manos, nos vemos a los ojos y que él me diga que debemos terminar, mejor me bajo de este tren. Desapareció. Pulsó delete a mi nombre en la lista de WhatsApp, se buscó nuevas amistades y se niega a recibirme cuando acudo a su trabajo para explicarle toda la verdad. De bolas que la perdí.
Una razón de más para planear la noche en que ese hijo de puta llegara borracho a su casa y que por fin, tras largos meses de cacería, ¡pum! le devolviera con acierto la bala que me regaló. Solo que la ira enceguece y el deseo de venganza lo vuelve a uno pendejo. Olvidé que el edificio estaba dotado también de unas cámaras internas mejor dotadas que aquellas del edificio de Chacao. Esta mañana ha llegado a mi celda por fin el manual de autoayuda que había solicitado.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España