Maradona, por Fernando Rodríguez
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En mi muy lejana infancia y temprana adolescencia el fútbol fue para mí una verdadera religión. Loyola era palabra sagrada y nada era más importante que tener una brillante actuación mía —había hasta chicas espectadoras y mis hormonas despertaban— en los partidos del sábado por la tarde. Creo que no era nada malo jugando, tampoco de los mejores. Siempre supe que más que el sentimiento de fraternidad y causa colectiva que se supone el deporte estimula, yo solo sentía narcisismo, egotismo y seguro que prefería a una adecuada actuación mía a la victoria de mi equipo.
Luego, mi visión del mundo cambió. Me hice paulatinamente más malandro, rebelde y bohemio. Terminé ya entrando a la UCV, en esa maravillosa Sabana Grande de los ‘60, autograduado de intelectual, bebedor y fumador contundente. Entré a estudiar Filosofía, disciplina cuya pregunta fundamental es “¿por qué hay algo y no nada?” (Heidegger), por tanto, eso de tratar de meter una pelotica en una red me pareció una estupidez absoluta y cerré totalmente ese capítulo. El de el ser y la nada mucho después, cuando me di cabal cuenta de que a pesar de su solemnidad tenía un pequeño defecto: no se podía contestar y, por tanto, era una ociosidad pasarse la vida mirando el vacío, como el pensador de Rodin.
Decía Pascal, tío inteligente, que los hombres inventan cualquier vaina para distraerse y no pensar en la muerte, lo único importante y aterrador: por ejemplo, meter goles y hacerse preguntas sin respuestas. En algo hay que emplear el tiempo tan incesante y cruento de nuestras vidas, para olvidar que terminan.
Hace decenios que no me entero de ninguna notica del fútbol ni de ningún otro deporte. Ni del mundial, ni de Messi. Y Maradona era un retazo de fragmentos que me pasaban de lado, siempre al azar de los periódicos mal leídos. Aparte del gol en que dribló a medio mundo y el de la mano de Dios, así cualquiera, las noticias eran más bien tortuosas, afición a los tiranos, pleitos con mujeres, drogas, licor, conflictos buenos y malos… etc. No me caía nada simpático, pero tampoco lo contrario, son esos seres que terminar por ser un nombre flotando por ahí, sin mayor realidad para uno.
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Por eso fui de los más sorprendidos cuando veo el inmenso —inmensurable, repito— retumbar de su muerte, no solo en su Argentina, país al parecer dado a la necrofilia y la nostalgia —recuerden el cadáver de Evita y la tristeza del tango— sino en medio mundo, por no decir todo (no sé si en Nigeria o en Islandia).
Portadas de periódicos de aquí y de allá, incluso de esos que llaman serios; la Casa Rosada, gigantescas manifestaciones, lágrimas a granel y por doquier, bueno…esos que todos hemos visto estos días y algunos han vivido en lo más profundo de su afectividad.
No recuerdo haber visto jamás semejantes manifestaciones por la muerte de nadie, deportista, estadista, científico, artista, religioso…. Kennedy o Juan Pablo II a lo mejor. En mi caso, se entenderá por lo dicho, fue un desconcierto enorme.
Pero ahora sí me interesa. Hasta me puse a leer sobre su vida fuera del terreno de juego, bastante tosca, poco elaborada. Pero explicar no tanto su vida sino su muerte apoteósica es el gran reto. Podría ayudarnos a entender cómo se estructuran los valores que nos estructuran. ¿Es el fútbol el sustituto de las religiones, de las occidentales quizás, al menos en sus grandes ritos? ¿Se puede comparar el Guernica de Picasso o a la Sinfonía n° 2 de Mahler con una buena patada desde un ángulo impensado?, ¿Dios hace trampas burdas?, ¿la cultura de masas ya nos ha devorado como decía Frankfurt?, ¿hay buenos y malos pecados? Si un buen sociólogo, que quedan pocos, hace la anatomía espiritual del Pelusa a lo mejor comprendemos un poco mejor la barahúnda del mundo. Eso sí, olvídese de saber porqué existen cosas que pudiesen no existir.
Fernando Rodríguez es Filósofo y fue Director de la Escuela de Filosofía de la UCV.
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