Matar a un policía por Fernando Rodríguez

Ya sabemos de guerras de cuarta generación, la de cien años con la cual Chávez y la historia castigarían al Imperio por su imaginaria invasión, por ejemplo. Pero hay nuevas guerras, sin ejércitos convencionales, ni guerrillas del pueblo, ni siquiera guerras civiles.
Vivimos una: la de la delincuencia. Y es guerra si nos atenemos al número de bajas que conllevan, de devastación humana, a veces sustancialmente superior al de las llamadas más convencionalmente guerras, la de Afganistán o la de Irak. Darles otro nombre es un sofisma, taparse los ojos, ignorar la tragedia. Estas pueden aspirar a tan milenario y épica denominación, guerra, cuando la cantidad de víctimas y la anomia social alcanzan determinados niveles.
Cuando se pone en peligro la gobernabilidad última, la capacidad armada del Estado para mantener una paz social relativa. Las armas son la última razón del poder estatal, más allá de la ley y las instituciones civiles y el acatamiento generalizado de éstas por los ciudadanos. Pacífica pero armada, dice Chacumbele, de la revolución bonita.
No hay que decir a estas alturas que nuestros veinte mil muertos anuales, los cincuenta y tres diarios de este año, nos colocan en un puesto estelar entre los países más violentos del planeta y justifican cualquier denominación para estos años de cuchillos largos.
Lo que nos interesa ahora es mostrar que la incapacidad gubernamental para detener el estado de barbarie nos acerca a fenómenos «bélicos» como los que padecen, para no salir de la región, México o El Salvador, donde pareciera que se ha alcanzado tal paridad entre los enemigos, Estado/Delincuencia, que el conflicto comienza a ser regido por una racionalidad militar y política entre pares (combates de cuantía, treguas, diálogos y mediaciones, etc.), y en esos casos se habla a menudo de guerra civil y crisis abismales de gobernabilidad.
Pues bien, el asesinato alevoso y creciente de policías venezolanos, 153 en lo que va de año, 63 en Caracas, al parecer para hacerse de su armamento, pero también por venganzas, para atemorizar y mediatizar su labor y hasta como trofeos de guerra, plantea un verdadero salto en nuestro desastroso panorama de seguridad ciudadana: la indefección que esto implica para las fuerzas policiales, además sin políticas gubernamentales viables, sin preparación y muy corrompidas, delincuentes con frecuencia, es asunto de mucha monta.
De esto acentuarse queda la incorporación masiva de las fuerzas armadas, inhábiles por naturaleza para estas tareas civiles, y que suenan ya a graves problemas de estabilidad del Estado nacional.
De suyo el diálogo, de tú a tú, con los poderosos pranes en las recientes crisis carcelarias, han implicado las más inusuales transacciones que atentan, al menos, contra la majestad estatal. Y dejamos de lado en este apretado espacio el factor más temible del crimen organizado, el narcotráfico, su descomunal poder transnacional y su manifiesta infiltración en las altas esferas gubernamentales y militares del país.
Estamos jugando con fuego muy cercano y muy intenso, mientras compramos armas sofisticadas para asustar el Imperio, que poco se asusta como ha dicho recientemente Obama.
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