Matemática letal, por Marcial Fonseca

Por respeto a su padre, y porque lo quería mucho, decidió estudiar en la Universidad Javeriana de Cali; y se decidió por Matemáticas Aplicadas. Su progenitor, como capo que era, deseaba que estudiara abogacía o administración de empresas, con la primera podría ser su defensor en los tribunales, o con la segunda, ayudarlo a lavar su dinero. Y en verdad que el hijo siempre se sentía cómodo al moverse entre números. Todavía las tías recordaban cuando apenas tenía ocho años y el padre le puso el problema del gavilán que le grita a una bandada de aves:
-Adiós, mis cien palomas -y la líder de ellas replicó:
-No, señor Gavilán, nosotras, más nosotras, más la mitad de nosotras, más la mitad de la mitad de nosotras, más usted, somos cien.
El niño rápidamente se dijo a sí mismo:
-Supongamos que sean cuarenta, luego cuarenta más cuarenta y más veinte, ya no puede ser; que sean treinta, entonces treinta más treinta más quince, tampoco funciona, tendría que matar una paloma dividiéndola en dos, pobrecita -y así, empezó a aumentar y llegó a la respuesta, la bandada era de 36 animales. Por ello en la familia lo tenían en tan gran estima que le decían «el cerebrito».
Lo de las palomas fue impresionante. Y a pesar de todo lo anterior, él también disfrutaba la compañía de los sicarios que trabajaban para su padre, y a veces, a escondida de este, cuando los matones tenían un trabajo, le permitían que los acompañara, y hasta le dejaban accionar el gatillo.
El progenitor finalmente le dio al hijo el control de los ajustes de cuenta y este aceptó la responsabilidad con gran fervor; de hecho se propuso que los miembros del grupo se sintieran orgullosos de su trabajo. Entre estos hubo uno que se negó a llevar a cabo una ejecución solo porque la víctima tenía treinta y cinco años, y consideraba que ese era un número sin mucha gracia; esto le gustó al nuevo jefe, por fin alguien que tenía neuronas. Y él quiso probarlo y lo llamó para asignarle una misión importante. Le mostró cuatro tarjetas, en el anverso tenían sendos números; y en el reverso, las señas de cuatro personas; todas ellas merecían pasar al otro lado, y eventualmente sería así. Los números eran diez, veinticinco, cuarenta y cinco, sesenta y cinco. Él debía seleccionar a cuál liquidaría, y dar la razón de su elección.
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El asesino analizó los números; eran una aberración infame, estaban inflados; no se preocupó por los nombres si todos merecían morir. Bailando los dedos en el aire les calculó el máximo común divisor, lo primero que aprendió de su primer año de bachillerato, y los simplificó a dos, cinco, nueve, trece. Ahora si veía en ellos belleza espiritual y material para desmenuzarlos. El primero de ellos era el único par del grupo, el tercero el único no primo; se quedó pensativo ante el trece. Repetía la secuencia en voz alta: dos, cinco, nueve, trece; y otra vez, 2, 5, 9, 13. Se dio cuenta de que el segundo era el primero más tres; el tercero era el segundo más cuatro y el cuarto era el anterior más cinco; o mejor dicho debía ser catorce, así que el trece rompía la secuencia. Por ello, cualquiera de 2, 9, 13 podría ser el elegido por su espíritu matemático; y como lo dejaban a su discreción; tomó su decisión.
Habló con quien le encargó el trabajo.
-¿Por cuál se decidió? -preguntó este.
-Nueve -fue su respuesta y luego la justificó-, de tres opciones, me fui por la del medio.
El otro se quedó en el silencio, luego dijo:
-Bueno, es su decisión. Y permítame esta reflexión, había tres matemáticamente liquidables, 2, 9 y 13; y usted se decidió por uno de ellos; nosotros esperábamos que ejecutara al que escorzaba como si no tuviera nada que ver con el asunto, el que no era liquidable desde el punto de vista matemático: el 5. Siempre es más peligroso aquel que no debe morir.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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