Medicina tropical, por Laureano Márquez
La medicina tropical –como su nombre lo indica– es la rama de la medicina que se ocupa de las enfermedades que se producen y desarrollan fundamentalmente en zonas tropicales. Venezuela es, hasta donde sabemos, un país tropical, ergo el Instituto de medicina tropical de la Universidad Central de Venezuela, nuestra máxima casa de estudios, tiene una importancia crucial para la salud del país y para la investigación sobre las enfermedades propias de la “zona tórrida”, como diría Andrés Bello.
Dicho lo anterior, nos topamos con la noticia de que el mencionado instituto ha sido este mes robado por septuagésima sexta vez (se lee setenta y seis). En sucesivas incursiones los “antisociales” –siempre me ha parecido graciosa esa manera de nombrar a los malandros, como si fueran anarquistas– se han llevado desde bacterias (sí leyó bien, bacterias –animales vivos– y no baterías, que seguro también, si las había) hasta pocetas que han arrancado de los baños, pasando naturalmente por equipos electrónicos, tuberías, lavamanos, cables, enchufes, mobiliario.
Tantas batidas del hampa, colocan al instituto en difíciles condiciones para su funcionamiento, para atender a las miles de personas que allí acuden cada día. La sala de atención al público, recién remodelada ha sido destrozada, porque, usualmente, al robo suele añadirse el indolente destrozo de costosos equipos necesarios para las tareas de los profesionales que allí trabajan, más por vocación que por salarios, los cuales, dicho sea de paso son vergonzosamente miserables.
Pero no es este el único robo que recibe nuestra alma mater, el hampa campea a sus anchas por el campus de la UCV, asaltando otros institutos y escuelas. Sin embargo, el peor hurto que recibe nuestra universidad es el del deliberado recorte presupuestario con el que se penaliza su insumisión política.
Destruir la universidad es el mayor daño que se le puede hacer a una nación, equivale a destruir el futuro, el saber y el progreso del país. Es, sin duda, de las peores agresiones de cuantas pueden hacérsele, porque es un atentado contra la esperanza.
Es particularmente doloroso vivir la destrucción de nuestra universidad, de sus magníficos espacios llenos de arte, edificados –para el avance de la cultura y del conocimiento de nuestro pueblo–por los mejores artistas con que el mundo contaba para el momento. Algún día, cuando la tormenta pase, una de las tareas más importantes será la reconstrucción de la universidad venezolana que ha formado a tanta gente talentosa y útil para Venezuela.
Cómo explicarle al malandro que aquello que destruye es lo que puede salvarle la vida a su madre, a su hermana, a su hijo o a él mismo. Cómo lograr que la universidad cuente con los recursos necesarios para su funcionamiento y cómo hacer que los propios universitarios comprendamos la naturaleza profunda del espíritu universitario, para que el amor y la eficiencia, la honestidad y el sentido común guíen nuestro proceder.
No nada es casual que a las naciones que mejor les van son aquellas que han puesto interés en el engrandecimiento de sus universidades.
Los ucevistas no podemos guardar silencio frente a tantas atrocidades. Debemos levantar la voz para que no se apague nuestra universidad, generar corrientes de opinión a favor de la casa que nos formó, debemos ponernos en pie para su defensa, porque allí nuestras almas juveniles –llenas de búsquedas y de sueños– transitaron un lustro por espacios e historias que aún hoy –“post molestam senectutem”– transitan por nosotros. Fueron nuestros mejores años, allí se fraguó nuestra alma para siempre. Desentendernos de su destino sería demasiada ingratitud filial.
Con el dolor de la indolencia que padecemos y que en esta oportunidad se pone de manifiesto en el Instituto de medicina tropical de la UCV, lanzamos este mensaje sin destino, como diría Mario Briceño Iragorry, con nuestra conciencia orientada a que, algún día, superemos esta “crisis de pueblo”, de la que no es ajena nuestra querida “casa que vence la sombra con su lumbre de fiel claridad”.