Mensaje a Chávez, por Teodoro Petkoff
En la declaración de José Vicente Rangel, el domingo pasado, hay dos aspectos que le sirven de contexto. El primero, que Rangel no habla como vocero del gobierno ni oficial ni oficioso; de hecho, el gobierno no tiene más vocero que el propio Presidente. Pero Rangel posee vínculos estrechos con sus personeros de alto nivel, lo cual lo hace un interlocutor privilegiado de estos y lo lleva a expresar preocupaciones que no deben ser exclusivas de él. El segundo, que el ex vicepresidente se dirige, en verdad, a Hugo Chávez. Exclusivamente a éste. Es a él a quien quiere llamar la atención sobre el cuadro político actual, no a la oposición, a cuya responsabilidad alude casi como un saludo a la bandera. Es a Chávez a quien interpela, exponiéndole algunos criterios que contrastan, y Rangel no lo ignora, con los que sobre el mismo tema ha expuesto el Presidente.
Ante todo, llama a «reconocer y aceptar» que el país está dividido en dos grandes bloques, sin desconocer ni descalificar, como hace Chávez, al que agrupa a los adversarios de la política oficial. De seguidas, se pregunta si conviene esa división y si es posible superarla o, por el contrario, habría que resignarse a que las diferencias terminen ventilándose en el terreno de la violencia, en la medida en que «cada día se dilucidan temas con mayor carga polémica».
A pesar de que habla de unos indeterminados «factores políticos», ¿a quién si no es a Chávez al que se dirige, cuando indica que «está obligado a buscar fórmulas que faciliten el alivio de las tensiones y permitan que los venezolanos (…) puedan dialogar»? ¿Acaso no ha sido Chávez quien al hablar de «recibir a los adversarios a las puertas de Miraflores»,ipsofacto cerró esas puertas, desconociendo, con falsedades, la condición democrática de los partidos opositores? No es ésta la tónica de las palabras de Rangel, quien plantea nada menos que el reconocimiento de la oposición por parte del gobierno.
En los días posteriores al referéndum ha sido el Presidente, no la oposición, quien ha bloqueado toda posibilidad de normalización de la diatriba política. Esta constatación está implícita en el análisis del ex vice. De paso, hace al Presidente una advertencia que, probablemente, en el entorno oficialista, a otros inquieta también: la revolución corre el riesgo de «naufragar» en la «conflictividad cotidiana, agotadora, enervante».
Es difícil no estar de acuerdo con las conclusiones de Rangel. ¿Habrá, dentro del gobierno, quien las haga suyas y las lleve a discusión en su seno? ¿Será posible esperar de Chávez ese viraje copernicano, para sentarse a hablar con sus adversarios, entre los cuales, para decirlo con palabras de uno de sus dirigentes, Enrique Ochoa Antich, muy probablemente privaría el criterio de que «ningún venezolano en su sano juicio y que ame de veras a este país por encima de sus particularidades e intereses grupales, podría escamotear su concurso a una convocatoria de este tipo»?