Mi lamentable experiencia pariendo en la clínica Herrera Lynch, por Liliana Zapata C.
Mi experiencia pariendo en la clínica Herrera Lynch, por Liliana Zapata Comerlati
Twitter: @LiliTZC
El 19 de mayo de 2021 di a luz una niña en la clínica Herrera Lynch. Siendo primerizos, mi esposo y yo nos preparamos mucho durante todo mi embarazo para tener la mejor experiencia posible, pero la clínica, que se presenta como especializada en obstetricia, ginecología, maternidad y pediatría, arruinó nuestros planes.
La mañana del 19 de mayo, con 39 semanas y media de embarazo, asistí al chequeo de rutina con mi obstetra, que no forma parte del personal de la clínica. A mediodía, comencé a tener contracciones frecuentes que fueron en aumento y a las 7:00 p. m. nos trasladamos a la emergencia de la clínica Herrera Lynch cargados con 2 bolsos grandes y nuestra gigantesca pelota de gimnasia, pues nos habían advertido que además de la ropa y medicinas, tendríamos que llevar la pelota, lencería (toallas, almohadas, cobijas y sábanas para mí, para mi acompañante y para la bebé), todos los productos de aseo personal (jabón, champú, papel higiénico, crema dental, gel antibacterial…), termo de agua, cojín de lactancia, pañales, toallas clínicas, toallitas húmedas, alcohol y algodón, dado que la clínica no los suministraría.
Nos recibió el vigilante y llamó a la obstetra de turno para que me evaluara. Tras confirmar que estaba en trabajo de parto, se comunicó con mi obstetra, quien acudió junto a su asistente para atenderme con la anestesióloga y enfermeros de la clínica.
Era la única dando a luz esa noche; sin embargo, el cuarto donde me llevaron durante la fase de dilatación estaba sucio. En medio de los fortísimos dolores, hubo que pedir que vinieran a limpiar el baño y esperar por ello para que pudiera usarlo.
Nos trasladaron a un quirófano para la fase expulsiva. A las 10:59 p. m. nació mi bebé, me la pusieron en el pecho brevísimamente y se la llevaron. Un desgarro que requirió sutura retardó mi salida del quirófano, donde sentía muchísimo frío. Mi esposo, que me había acompañado hasta ese momento, fue al retén a ver a la bebé y quedé sola en una camilla fuera del quirófano muerta de frío. Temblando muchísimo, rogué que me dieran una de las cobijas que había llevado y pregunté por qué no me sacaban de allí. Me explicaron que no estaba lista mi habitación. Repito: era la única parturienta esa noche allí.
En el retén le preguntaron a mi esposo si teníamos fórmula. Les dijo que no, que nuestro plan era amamantar. Preguntó cuándo nos darían a la bebé y le dijeron que al día siguiente. Sin justificación alguna. Cuestionó la medida y entonces le dijeron que nos la llevarían en un rato.
A mí, finalmente, me trasladaron a un cuarto. Otra vez un espacio deteriorado, con paredes sucias y zancudos merodeando la cama. El baño era particularmente incómodo. Tan pequeño que sólo le permitía a uno girar sobre su propio eje.
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Mi esposo vino con el montón de equipaje y le pedí el agua y comida que habíamos llevado. La enfermera nos dijo que tenía prohibido comer y beber. Le aclaramos que lo mío había sido un parto, no una cesárea, y corrigió la indicación. Uno esperaría que el personal a cargo se informara mínimamente sobre el caso. El único caso esa noche.
Confirmamos que la lencería del acompañante no estaba incluida. Nos había costado creerles a quienes nos lo habían advertido, pero, en efecto, ni siquiera había lencería para la cuna de la bebé.
La noche transcurría con el escándalo de los enfermeros, que hablaban a un volumen altísimo en su estación, dificultando el descanso. De todas maneras, no queríamos descansar. Queríamos estar con nuestra bebé. Viendo que pasaban las horas y no nos la llevaban como habían prometido, mi esposo fue nuevamente al retén a buscarla. Por fin, pasadas las 3:30 a. m. (casi 4 horas después del parto), nos la llevaron al cuarto. La enfermera comentó que ya le habían dado “una fórmula que habían conseguido por allí, donada”. Desde el quinto mes de embarazo me salía calostro. Me hacía mucha ilusión amamantar a mi bebé cuando naciera, entendía la importancia de hacerlo y estaba determinada a lograrlo. Tanto, que descarté la recomendación de mi obstetra de llevar un pote de fórmula como respaldo. Nunca imaginé que el personal de la clínica sabotearía mi plan.
Nadie me ayudó con la lactancia. Lo logré sola gracias a la información que había leído sobre el tema durante el embarazo.
Al día siguiente, pedí que me cambiaran el centro de cama, empapado de sangre, y le dieron largas. Tuve que insistir para que lo hicieran.
Cuando pedimos detalles sobre qué le habían dado de comer a la bebé, la jefa de enfermeras negó que allí dieran fórmula y dijo que seguramente la enfermera de la noche le había dado suero. Nunca sabremos.
Mi obstetra me había recomendado usar una compresa de gel frío para aliviar el dolor. Le pedimos a la enfermera meter nuestra compresa en un congelador y se negó explicando que nadie podía responsabilizarse por ella y el riesgo de que se perdiera era muy alto. Tuve que aguantar el dolor. Más tarde, insistimos en la solicitud y accedieron a meterla en una neverita que resultó insuficiente para enfriarla. Nunca pude usarla como correspondía.
Se llevaban y devolvían a la bebé para evaluaciones sin mayores explicaciones. Mi esposo se encargaba de llenar la jarra de agua. Los enfermeros estuvieron siempre desentendidos de eso. En general, la sensación en todo momento era que estábamos por nuestra cuenta. Nadie nos acompañaba ni orientaba y la familia no pudo visitarnos por la pandemia.
La comida era buena. El problema era comerla con el único cubierto que entregaban. Tan solo un tenedor plástico para todo. La avena servida en un vaso sin cucharilla era imposible de sacar completa. La arepa de carne mechada sin servilletas lo dejaba a uno cubierto de grasa.
Mi obstetra vino a evaluarme y dio el alta para el día siguiente.
Recibía analgésicos y antibióticos por vía intravenosa. Con cada cambio de turno de enfermeros venía la confusión sobre la dosificación. Al parecer, el anterior dejaba incompleta la información y el siguiente tenía que adivinar lo que me tocaba recibir. Me preguntaban a mí al respecto que, por supuesto, no sabía. Es muy probable que hayan dejado de darme unas dosis y repetido otras.
A la mañana siguiente, finiquitamos los trámites del pago y a mediodía, nos fuimos.
Una semana después, llevamos a la bebé a una pediatra. Nos preguntó si en la clínica le habían puesto la vacuna de la hepatitis B y hecho la «prueba del talón», que permite detectar precozmente enfermedades metabólicas graves. Nadie nos había hablado al respecto y ambos procedimientos deben hacerse en los primeros días de vida.
Meses después, durante la tramitación de un seguro de salud para la bebé, nos pidieron sus calificaciones Apgar y Silverman y la medida de su circunferencia cefálica al nacer. Entre los papeles que nos dieron a la salida de la clínica, sólo teníamos el resultado de su grupo sanguíneo. Ninguna de las dos pediatras que la evaluó allí entregó informe y en el certificado de nacimiento dejaron el campo de dichas calificaciones en blanco. Escribí un correo electrónico a la dirección de la clínica pidiendo los datos faltantes con el número de historia y fue ignorado.
Escogimos la Herrera Lynch para dar a luz porque, entre otras cosas, se presentaba como una clínica promotora del parto humanizado, el apego precoz y la lactancia materna. De más está decir que quedamos sumamente decepcionados con el trato que recibimos allí.
El deterioro de las instalaciones y la escasez de suministros fueron penosos, pero indudablemente, lo peor fueron las faltas éticas y la desidia. Me pregunto cómo será la experiencia allí de padres con menor preparación que nosotros, con menor capacidad para cuestionar las prácticas incorrectas del personal. Cuántos bebés separa esta clínica innecesariamente de sus padres, cuántos procesos de lactancia condenan por su falta de apoyo y cuántos bebés enferman por falta de vacunación y exámenes oportunos.