Mi pana José Gregorio, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Yo conocí a José Gregorio gracias a una estampita que me regaló mamá y que, en mi caso, con solo frotarla sobre la mejilla me alivió de un solo golpe el terrible dolor de muela que no me había dejado dormir. Eso no privó que, tres días después, papá me llevara al dentista y me sacara la muela careada que me molestaba. Pero no dejé por ello de apostar por este doctor de traje negro, bigotes acicalados y expresión austera que ya olía a santidad.
La leyenda urbana que circuló entonces pretendía restarle méritos a sus proezas al repetir, en son de burla, que al pobre José Gregorio «lo había matado el único automóvil que existía en Caracas». Viví con esa ansiedad por años hasta que mi amigo, Alberto Pérez González, que residía en un edificio de la esquina de Amadores, me convenció (con datos similares a los que hoy exhibe Wikipedia) de que para ese 29 de junio de 1919 ya circulaban más de 400 carros en Venezuela. Entonces, trasladé mi inquietud al karma del pobre mecánico Fernando Bustamante, quien iba al volante del Essex que atropelló al distraído médico de los pobres, quien al pegar su cabeza contra la acera, presentó fractura abierta en el cráneo que le ocasionó la muerte.
Ni modo, para los efectos de una infancia aquejada de pobreza y de dolores de muelas, la estampita de José Gregorio me funcionó muchas veces y, de hecho, desalojó en mi cartera a otra imagen con los «restos tocados del padre Antonio María Claret», de quien no me quejé, pese a que nunca llegamos a entendernos quizá porque el mártir, víctima de una terrible furia anticlerical, se expresaba en catalán y para entonces yo ni pensaba que me asentaría en Barcelona.
*Lea también: Mi profesor Matus, por Manuel Narváez
El punto es que José Gregorio se le apareció, en Santa Bárbara del Zulia, a un primo mío por parte de mamá tras haberse caído de un árbol altísimo y golpearse en la cabeza, razón por la cual los médicos, luego de trasladarlo al Hospital Clínico en Maracaibo y examinarlo, aconsejaron regresarlo a su casa y apurarle la extremaunción. Pero la familia se plantó en el hospital con la imagen del Siervo de Dios y, a los tres días, Cristóbal despertó con tremenda sonrisa y preguntándole a su madre: «Mamacita, vergajo de coñazo me di, no?» y se fue caminando.
Años más tarde, Paul, sobrino de Elizabeth, improvisaba al fútbol en la azotea sin paredes en el quinto piso de su edificio en San Antonio de los Altos y, al pretender atajar el balón que iba directo de gol, calculó mal y se fue al vacío estrellándose de cabeza contra el techo del depósito de las bombonas de gas del inmueble. En la clínica Razetti los pronósticos del neurocirujano, de apellido Yawazaja, no eran nada halagüeños.
Cuando alguien de la familia preguntó cuál era el paso siguiente, el especialista se les quedó mirando con cierta condescendencia y les respondió secamente: si son creyentes, pónganse a rezar. Y ahí volvió a relucir la mano del Siervo de Dios.
Que se sepa, Paul sigue echando vainas. Pero no todo es perfecto –y me perdonan los que están a punto de echar cohetes por su beatificación. Un viernes de mi tercer año de bachillerato me inventaba una razón para no ir al liceo y aparecerme el lunes siguiente para explicarle a la profesora Camero por qué no asistí al examen, cuando uno de mis mejores amigos, consciente de que no había estudiado, se apareció en casa y me explicó que con esa profesora era mejor hacer el examen que salir con excusas.
No del todo convencido me puse el uniforme y me trasladé al Razetti con el mismo estado de ánimo de quien va al patíbulo. Virgilio me acompañó, sacó una estampita de José Gregorio y caminamos hasta las afueras del liceo con la esperanza de que los milagros, si existen, salieran en mi ayuda. Le agradecí al pana el intento, pero de nada valieron los rezos porque al año siguiente repetí Química y estuve a punto de no entrar al primero de Humanidades. Años más tarde, me enteré de que Virgilio había muerto en un choque frontal contra otro carro en la Autopista del Centro. Aun así no me despedí de la estampita.
En mayo de 2015, cuando nos avisaron que nuestra seguridad corría peligro por la estúpida demanda de Diosdado contra TalCual, salimos de madrugada y a escondidas del apartamento en Montalbán, con una maleta rumbo a Maiquetía. Mi hijo había contactado a un pana suyo que transportaba a los jerarcas de Pdvsa y el chamo muy encantado se ofreció para hacernos el viaje. Cuando ese vecino que nos trasladó a las cuatro de la madrugada se negó a cobrarnos, solamente alcancé a decirle: «Gracias, José Gregorio» y el chamo, que tiene ese nombre, respondió: «De nada, señor Pineda». Entonces, abrí la cartera y ahí estaba la estampita del Siervo de Dios.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España