Muchacha de abril, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Abril me hace recordarte, radiante y segura luciendo la toga académica en mañana de graduación. Hace mucho que no te veo ni sé nada de ti. Los días se han hecho largos. La epidemia sobrevino encontrándome, como dicen en el béisbol, «movido», lo mismo que a Venezuela toda. Mi talante no estaba para tamaño desafío, pero aun así tocó salir a plantarle cara.
Hace mucho que mi voluntad rompió tratos con mis estados de ánimo. Me da lo mismo amanecer triste, nostálgico o desesperanzado: la revista de sala aquí empieza puntual, a las ocho, llueva, truene o relampaguee. Para los hombres que tenemos prisa las cosas no pueden ser de otra manera: porque la misión apremia y nuestro tiempo se acorta, porque no podemos sentarnos a revisar horóscopos ni predicciones meteorológicas.
Hasta donde tuve «poder y discernimiento» —diría el padre Hipócrates— me hice presente en el drama de la pandemia, en cada lugar y hora en la que se me necesitó y poniendo la mejor cara posible. Supongo que nadie te habrá ido con quejas. He hecho lo más y mejor que he podido. Una cosa sí te digo: ha sido duro. Brutalmente duro.
Duro y triste, sobre todo cuando contemplo lo que de Venezuela queda. Y también cuando doy cuenta de que mi pelo es ahora completamente blanco, de que la piel de mi cuello va acumulando más y más arrugas y de que con frecuencia debo pedir a la enfermera que me asiste que me ponga los lentes de leer mientras me calzo los guantes quirúrgicos para así poder ver mejor los pequeños números que marca el monitor: «¡Coño, este hombre está desaturado!». La juventud —el «divino tesoro» de Rubén Darío— se ha ido y con ella los sueños de mi generación.
Se lo leía hace poco a cierto intelectual alemán cuya obra sigo: «La sociedad venezolana ha perdido la batalla». Luchamos bravíamente. Veinte y más años en esto, todos los días, en todas las formas posibles. Mil veces caímos y otras tantas nos pusimos de pie para continuar. Balas, gases y garrotes no fueron capaces de doblegarnos. Desde 1998, cuando aún no nacías o quizás eras muy pequeña, no hubo jornada en la que nos saliéramos a «darnos duro» en la calle contra quien fuera. En 2002, en 2007 y en 2008; en 2012 y 2013, en 2014 y en 2017. ¡20 años «aguantando la pela», sin transigir, marchando bandera en ristre aun contra toda esperanza. Creímos estar —dijo alguien— «condenados al éxito». «Ni un paso atrás», juramos hasta la saciedad. Y ya ves, no pudimos. O no supimos, que al fin y al cabo es lo mismo.
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Hasta que empezaron a aparecer estos enfermos: uno hoy, mañana otro y tras él otro y otro, hasta constituir esta inmensa legión de mendicantes que van de hospital en hospital implorando por una silla. Y los muertos. Ya se está haciendo difícil recogerlos de sus lechos para darles sepultura conforme el más elemental sentido cristiano de la piedad.
En la Universidad ya no hay estudiantes corriendo rumbo a sus clases por escaleras y pasillos y en las salas clínicas reina ahora el más solemne de los silencios. La hojarasca hace de alfombra en los jardines y hasta el perrito que solía merodear por las puertas de la Facultad la ha abandonado, dejando a estos muros a merced de las sombras que mil veces juramos vencer.
¿Qué puedo hacer yo ahora, cuando al dictar en voz alta el número de mi cédula al muchacho a cargo de la caja del cafetín cada vez que pago mi «guayoyo» de la mañana, siento sobre mí las miradas de extrañeza de los jóvenes médicos presentes, seguramente diciéndose a sí mismos «yo soy veinte millones tanto»? He comenzado a envejecer. Y con la piel, el pelo y los ojos, envejecieron también las proclamas, los juramentos y los discursos de mi juventud.
El sueño de «la toma del cielo por asalto» y el de la era que estaba «pariendo un corazón» acabaron transformados en una apocalíptica historia de serie de televisión en la que venezolanos van como zombis con un carné en la mano, medrando por oficinas públicas y mercados, suplicando por una bolsa de garbanzos carcomidos o por la «orden» de algún granuja de boina roja que les dé acceso al medicamento que se necesitan con urgencia, al pasaporte para huir, a la bombona de gas doméstico para mal comer, al empleo más precario o, como ahora, hasta a la ansiada vacuna.
Alguna vez le leí a Leonardo Padura que la suya —la cubana— era una sociedad que hacía mucho había cruzado «la línea del no retorno». Apelaba el notable escritor —muy probablemente sin saberlo— al término con el que gran Rudolph Virchow, en su Die cellularpathologie de 1858, describía el paso de la vida a la muerte de la célula enferma. Si así acabó Cuba, la de la refinada sacarocracia que llenó a La Habana de más teléfonos por habitantes que París y de casas de moda que ni en Madrid para iluminar de lentejuela el osado cleavage de sus mujeres más hermosas en las noches del Tropicana; la Cuba que dio vida a géneros musicales —las habaneras que Bizet adoró—, que hizo de su Facultad de Medicina la más célebre del mundo hispanohablante de entonces y que hasta los pupitres escolares de mi tiempo nos hizo llegar el Álgebra del profesor Baldor: ¿a qué destino distinto puede aspirar nuestra sufrida Venezuela, condenada desde siempre a ser —diría Cabrujas— un campamento minero, un «terreno lleno de gente»?
Para nada de eso tengo yo respuesta, mi querida. Impedido como estoy de seguir haciendo análisis —y mira que en Venezuela el de «analista» es todo un oficio— yo opongo a todo ello la única síntesis que creo posible: quedarme aquí, como guardián de estas ruinas.
Hacer mío el triste papel de albacea de un tiempo que, incluso con sus sombras, fue infinitamente mejor, preservando un acervo que te pertenece para que de él te alimentes el día en que quieras volver. Me voy a quedar aquí a morirme de y en Venezuela el día que me toque. Me quedaré a custodiar estos sitios amados en los que tantas veces escuché atento el relato de tus sueños, a «echar el resto» construyendo un testimonio que atenúe en algo la culpa de la mía, una generación derrotada, luchando por un país que muy probablemente jamás llegaré a ver. Nada mejor encuentro que hacer. Quizás así mi octubre termine sirviéndole de algo a tu abril.
Quién sabe.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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