Mujeres maltratadas, por Teodoro Petkoff
Alcanzado el gran éxito unitario de la Mesa Democrática –que ya se explica y comenta por sí solo–, forzoso es volver sobre un tema que no debe dejarse morir en el siempre efímero dramatismo de la noticia diaria: la violencia de género, que de pronto fue vívidamente iluminado por la tragedia de Edwin Valero y su esposa Jennifer Vieira, pero también, paradójicamente oscurecido por la notoriedad deportiva del infortunado boxeador. El tema principal pasó a ser la trayectoria de éste y quedó en un segundo plano el de la violencia intrafamiliar.
En todos los países democráticos la cuestión de la violencia contra la mujer ha sido objeto de legislaciones específicas, que castigan, de verdad, con penas severísimas a quienes golpean y maltratan a sus esposas. En España, por ejemplo, donde el machismo y el maltrato a la mujer tienen fuertes raíces sociales, se ha venido haciendo un notable esfuerzo por desterrar esa práctica, castigándola penalmente de manera muy pesada. Los médicos, por ejemplo, ante cualquier hematoma sospechoso que observen en pacientes femeninos, están obligados, so pena de ir a parar a los tribunales, a hacer la denuncia ante las autoridades. Las medidas judiciales de protección a mujeres maltratadas son aplicadas muy rigurosamente y la violación de disposiciones cautelares, que prohíban, por ejemplo, al maltratador acercarse a su víctima, implican acciones policiales inmediatas.
En nuestro país nos falta un largo camino por andar para cubrir el trecho que hay del dicho al hecho. Tenemos las leyes pero no se aplican.
La inmensa mayoría de mujeres maltratadas se abstienen de hacer las denuncias porque la experiencia les ha enseñado que están completamente desprotegidas, a la merced de sus victimarios. La infortunada esposa de Valero se desdijo de su acusación inicial porque estaba consciente de que nadie iba a garantizarle su seguridad una vez que volviera al hogar.
Pero no se trata de un caso excepcional, que algunos podrían explicar por la vía de la relativa impunidad que las preferencias políticas de su marido le otorgaban a sus conductas. Nada de eso. Son miles y miles las mujeres golpeadas por maridos o compañeros absolutamente anónimos, y que, sin embargo, temen denunciar exactamente por las mismas razones por las que no lo hizo Jennifer Vieira: por miedo a las consecuencias y por la certidumbre que tienen de la total desprotección en que se encuentran.
Cifras recientes muestran que estamos ante un problema muy prominente y muy grave. La tragedia que terminó con el asesinato de Jennifer Vieira y el suicidio de Edwin Valero debería dejar como saldo necesario una toma de conciencia nacional sobre este problema de salud pública.
Sería muy equivocado creer que este es un asunto exclusivo de organizaciones femeninas y feministas, aunque, por razones obvias, sean estas las más activas en el reclamo, sino que compete a todos y en particular al Estado, que, al respecto, debería imitar lo que en otros países ha sido consagrado, tanto en la ley como en la práctica cotidiana y en la educación, para borrar de la vida social esta vergüenza.