Nacional-populismo, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Partiremos de un principio: no existen los conceptos perfectos. Ninguno puede dar cuenta de la realidad total del objeto definido. Siempre quedará un resto, una sombra, un detalle que escapa a la observación. Por eso las discusiones nominalistas carecen muchas veces de sentido. Sucede sobre todo en disciplinas que no apuntan a la definición de sustancias sino a fenómenos cambiantes, a procesos sometidos a múltiples interacciones en diferentes condiciones de tiempo y lugar. De ahí que los conceptos que usamos para definir a realidades sociales o políticas sean de por sí insuficientes.
Conceptos como socialismo, nacionalismo, fascismo, no son cosas en sí y, mucho menos, separadas entre sí. Podemos detectar fácilmente características del uno en el otro e, incluso, terminar diciendo —si confundimos analogías con homologías— que lo uno es lo otro. No obstante, de algún modo tenemos que nombrarlos. De lo que sí podemos escapar es a la tentación de otorgar a los conceptos una validez universal.
Por lo demás, el establecimiento de un concepto en la vida pública no resulta de discusiones epistemológicas. No pocas veces aparecen a través de la comunicación colectiva. Conceptos considerados como intransferibles han surgido simplemente del azar, entre ellos los de derecha e izquierda, sin los cuales para muchos la vida política sería imposible.
¿Qué hubiese pasado si los jacobinos se hubiesen sentado al lado derecho en los inicios de la Convención francesa? Nada menos que esto: la izquierda de hoy se llamaría derecha y la derecha, izquierda. La contingencia, dicho de modo paradójico, suele ser la ley de la vida.
Otros conceptos radicalmente locales han terminado por adquirir un carácter universal. Pensemos en uno de los más usados: fascismo, cuyo origen es más italiano que una pizza. Viene de la palabra fascio (haz, fasces) y esta del latín fascium, que alude al símbolo de autoridad entre los emperadores romanos. Símbolo que, usado por Mussolini, quería significar: recuperar la grandeza de la antigua Roma (o algo parecido).
El tipo de dominación mussoliniano coincidió con la aparición de diversos movimientos nacionalistas, racistas y antidemocráticos emergidos durante el crítico decenio de los 30 a los cuales los políticos denominaron fascistas. Hoy muchos lo aplican para designar a cualquiera dictadura.
Pensemos en el término socialismo, nacido de querellas interreligiosas durante el siglo XVII, utilizado después por los utópicos Owen, Proudhom, Saint-Simon y Leroux; luego, por los partidos obreros europeos en los siglos XIX y XX. Hoy, en tiempos poscomunistas, es usado de modo indiscriminado para designar a antípodas como son los socialistas europeos y los norcoreanos. O pensemos en el concepto populismo, que hoy sirve para descalificar a los autócratas latinoamericanos, a los racistas europeos, a los demagogos de cualquiera latitud.
La mayoría de los conceptos sociológicos y politológicos son imprecisos y elusivos. Sin partir de esa premisa no nos vamos a entender.
A estas conclusiones he llegado observando la competencia que ha tenido lugar para designar a movimientos y gobiernos aparecidos originariamente en Europa, perfectamente reconocibles por sus características. Entre otros, Demócratas de Suecia, Partido Popular en Dinamarca, Partido por la Libertad en Holanda, Ley y Justicia en Polonia, Agrupación Nacional en Francia, Alternativa para Alemania, Partido por la Libertad en Austria, Liga Norte en Italia, Amanecer Dorado en Grecia, Justicia y Desarrollo en Turquía, Partido Nacional de los Derechos en Croacia, Fidesz y Jobbik en Hungría, Vox en España, Chega en Portugal y varios más.
Los títulos más recurrentes para designar a estas nuevas “apariciones” son ultraderecha, derecha-populista, neofascismo, posfascismo y, más recientemente, nacional-populismo. En estas líneas, tomaré partido por la última designación: nacional-populismo. Afirmaré, sí, que las otras denominaciones no son falsas, pero sí insuficientes.
¿Ultraderecha? Es cierto: muchos de esos partidos provienen de los extremos de los partidos de derecha e intentan recabar para sí las tradiciones del conservadurismo patrimonial. ¿Derecha populista? Es cierto, no solo aluden al pueblo sino además son seguidos por multitudes de sectores que en tiempos pretéritos siguieron a los partidos de las izquierdas más rancias. ¿Neofascismo? Es cierto, gran parte de su patrimonio ideológico proviene de los antiguos fascismos, entre ellos, la homofobia, la xenofobia, el caudillismo y la creencia en un Estado fuerte y autoritario (sin parlamento) ¿Fascismo? Es cierto, ideológica y socialmente hablando, sus similitudes con los fascismos clásicos son inocultables.
Uno de los defensores de otra denominación, la de posfascismo, ha sido el destacado politólogo italiano Enzo Traverso. En su libro-entrevista, Las nuevas caras de la derecha, escrito bajo los influjos de las elecciones que llevaron a Donald Trump al gobierno, se pronuncia en contra del concepto nacional-populista, afirmando que el término populista ha sido aplicado a experiencias muy diferentes entre sí. ¿Pero no sucede lo mismo con el concepto de fascismo sea este neo o pos?
Traverso, de acuerdo a su orientación izquierdista, argumenta que el concepto de fascismo se refiere a movimientos y gobiernos que levantan banderas homofóbicas, xenofóbicas y hoy islamofóbicas. Tiene razón. Pero también podríamos afirmar al revés, que el concepto de populismo, al ser más amplio, permite incluir a movimientos y gobiernos cuya matriz ideológica es de izquierda y no de derecha. Es decir, cubre un espacio que va más allá de las autodefiniciones ideológicas.
Como hemos dicho en otras ocasiones, todo fascismo es populista, pero no todo populismo es fascista.
Es evidente, tanto en su versión de “derecha” como en la de “izquierda”, los populismos de hoy deducen su aparecimiento de una razón similar: la crisis de la democracia liberal en el periodo que marca la transición del modo de producción industrial al modo de producción digital. Que en Europa sean predominantes los que provienen de una tradición de derecha y en América Latina (todavía) los que provienen de una de izquierda, no juega ningún papel decisivo.
Por lo demás, el término posfascismo es engañoso. El prefijo post da a entender una relación de filiación directa con el fascismo originario, la que no es verificable. Entre el fascismo del siglo XX y los movimientos fascistoides del siglo XXI no hay una relación de continuidad directa, como por ejemplo entre modernidad y posmodernidad. Para decirlo en un lenguaje ya convertido en familiar, el por Traverso denominado posfascismo no es un mutante del fascismo. Es otro bicho.
No estamos en los años 30. El mundo de hoy es política —y no solo económicamente— global. Por lo mismo, necesitamos de conceptos globales. Ya Hannah Arendt, escandalizando a derechistas e izquierdistas, entendió que el fascismo hitleriano y el comunismo estalinista podían ser entendidos bajo una sola definición global. Esa definición se llama totalitarismo.
Cada populismo se alimenta de las tradiciones de donde emerge. Algunas son fascistas y otras no. Así, hay populismos que provienen de una tradición de izquierda y otros de una de derecha. Identidades que solo juegan un papel en los momentos originarios, pero que terminan por diluirse en la medida en que los populistas alcanzan el poder. Ahí dejan de ser de izquierda o de derecha. Pues alguna vez hemos de entender que tanto izquierda como derecha son definiciones interparlamentarias y esas no las podemos aplicar a movimientos populistas, fascistas o no, que no solo son extra sino, además, antiparlamentarios.
Sin parlamento no hay autocracias ni dictaduras de izquierda o de derecha, hay simplemente autocracias y dictaduras. Denominar a los movimientos políticos de acuerdo a sus autodefiniciones ideológicas es lo mismo que juzgar a una persona por lo que ella piensa de sí misma. Un gran error.
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No obstante, Traverso tiene razón cuando opina que populismo es un concepto hiperinflacionado, algo así como una dama para todo servicio. También la tiene cuando propone que, si lo vamos a usar, lo hagamos como adjetivo. De acuerdo. Eso es precisamente lo que estamos haciendo. No estamos hablando de populismo a secas sino de nacional-populismo.
La palabra populismo como adjetivo del sustantivo nacional significa la subordinación de lo populista a lo nacional.
Los nacional-populistas entienden por nacional no al amor patrio sino a un nacionalismo muy similar al de los fascismos pretéritos: un nacionalismo identitario, deducido de una raza, de una etnia, de un color de piel, de un sexo, en fin, un nacionalismo de tipo facho-trumpista muy diferente al patriotismo constitucional propuesto por Dolf Sternberger y popularizado por Jürgen Habermas. Para ambos autores, según recuerdo, la adscripción a la nación se da a través del reconocimiento ciudadano a un sistema de derechos y deberes que constituyen jurídica y políticamente a esa nación.
Ahora bien, si analizamos con detención la práctica de los nacional-populistas europeos, podremos comprobar que mantienen un discurso doble: uno extremadamente conservador y otro extremadamente plebeyo. Una hidra de dos cabezas (El trumpismo incluso tiene tres, pues al discurso conservador y al plebeyo agrega un tercero: uno económico, radicalmente neoliberal) Mediante el discurso conservador intentan representar lo que ellos quieren vender como ideales nacionalistas: el retorno a una patria usurpada por una izquierda cosmopolita que desprecia el rol de las madres en la crianza de sus hijos, el respeto a la autoridad de los padres, que impone la relativización de los sexos y el aborto a “nuestras” mujeres para ceder el espacio geográfico a los emigrantes sucios y bárbaros que llegan a invadirnos desde el tercer mundo (Trump lo ha dicho mejor que yo).
Mediante el discurso plebeyo, en cambio, el nacional-populismo llama a las clases populares a rebelarse en contra de los intelectuales y políticos del establishment (la “casta” de Pablo Iglesia o “las cúpulas podridas” de Chávez en su versión de izquierda), de los musulmanes que nos quieren quitar puestos de trabajo, de una Unión Europea inoperante y burocrática y de una globalidad que hace a todas las naciones dependientes de capitales foráneos.
Suele suceder, entonces, que en algunas ocasiones los nacional-populistas se convierten en su otra cara: en populistas-nacionales. No, no es un juego de palabras. Esa es la principal diferencia entre los que algunos autores llaman populismo de derecha y populismo de izquierda.
En América Latina, por ejemplo, el populismo-nacional de tipo peronista, chavista o indigenista, prima todavía por sobre el nacional-populismo de tipo trumpista y/o putinista. Sin embargo, no podemos desconocer que este último ha ido ganando terreno en los últimos tiempos.
El Brasil de Bolsonaro, El Salvador de Bukele, el todavía fuerte “uribismo” colombiano, los republicanos del chileno José Antonio Kast, los ideales que representó en Bolivia el candidato Luis Camacho, prueban que el nacional-populismo no solo es propio a las naciones prósperas de Europa y a los EE. UU. A la inversa, el populismo-nacional europeo —representado por el Podemos de Pablo Iglesias en España, por el socialismo nostálgico de Izquierda Socialista en Francia, por el Syriza griego, por la Linke alemana— parece haber encontrado sus límites de crecimiento. Razón que permite afirmar por el momento que el principal enemigo de la democracia occidental está constituido por el avance del nacional-populismo, en todas sus diversas formas y colores. ¿Cómo enfrentarlo? Ese deberá ser un tema para otro artículo.
Por ahora, valga un simple enunciado: el nacional-populismo no ha surgido de la nada sino de problemas reales, objetivos y, sobre todo, verdaderos.
Lo mismo ocurrió con el fascismo del siglo XX. En todas sus variantes (nazi, religiosa, mussoliniana) los fascismos emergieron como alternativa frente al avance del comunismo estalinista en un periodo marcado por una profunda crisis económica de la sociedad industrial y por ende de la democracia liberal. La amenaza comunista no la inventó Hitler ni Mussolini ni Franco. Estaba ahí. Era existente y real.
Hoy, el nacional populismo surge en un periodo marcado por la crisis de la sociedad posindustrial, en pleno nacimiento de la sociedad digital y enfrentando la posibilidad de que China (y sus satélites sudasiáticos) pase de ser un competidor económico para transformarse —si es que llegara a reconstituirse la alianza chino-rusa— en un enemigo político e incluso militar.
Los avances del nacional-populismo trumpista no sucedieron gracias al carisma que nunca tuvo Trump. Sucedieron simplemente porque Trump, como Hitler ayer, nombró problemas reales pero ofreciendo soluciones falsas. ¿Cuáles son las soluciones reales? Es un tema largo y complicado. Lo único que podemos decir por ahora es que nunca un problema podrá ser solucionado si se lo desconoce. Reconocer los problemas como tales, sin esconder las cabezas en la arena, ese es el desafío que hoy enfrentan las democracias de nuestro tiempo.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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