Narrativas, por Humberto García Larralde
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Para cualquier venezolano de bien, ver a Nicolás Maduro simular, tan campante, que preside un gobierno «normal» en un país «normal», es chocante. Quien destruyó la economía, reduciendo su tamaño hasta casi la cuarta parte del que tenía cuando asumió la presidencia y condenando a más del 94% de sus compatriotas a la pobreza; quien mantiene arbitrariamente presos a centenares de venezolanos por razones políticas, muchos de ellos militares; y a quien organismos de las NN.UU. y la CPI investigan por su presunta responsabilidad, como jefe de Estado, en el asesinato de manifestantes y de torturas y muertes de aquellos mantenidos bajo custodia de sus organismos de seguridad, tranquilamente se pasea por los espacios del poder como si no tuviera que responder a eso y a mucho más: un presidente común y corriente.
Olvidados quedaron su reelección fraudulenta y la de una asamblea constituyente inventada para confiscarle, junto con un tribunal supremo abyecto y obsecuente, las potestades legítimas de una Asamblea Nacional con mayoría opositora. Se invisibilizan, asimismo, las corruptelas, extorsiones y confiscaciones que han nutrido a la nueva oligarquía que se ha enseñoreado del poder.
Muy orondo, invade los medios para comentar temas anodinos o para inventar lo que sea para esquivar sus responsabilidades. Mientras, el país sufre profundos y terribles padecimientos que deberían atenderse resueltamente y con urgencia. Anuncia una que otra decisión, como si el Estado que tan afanosamente ha destruido tuviese capacidad real de atender los asuntos aludidos.
En momentos en que se celebra la Cumbre de las Américas en Los Ángeles, California, se le ocurre visitar a la Turquía del autócrata Erdogán. Claro, le compra el oro depredado ilegalmente, con enorme daño ambiental, por sus huestes en Guayana. De la cita americana, además, fue expresamente excluido por dirigir una dictadura. Le resbala.
Como si nada, aparece luego, junto a su esposa y los miembros de una comitiva, haciendo escala en Argelia para hablar generalidades acerca de la necesidad de un mundo multipolar. Emerge de seguidas en Irán, experimentado socio en sortear las sanciones de EE.UU. Pero no es una gira de Estado programada. Son de las pocas incursiones que se puede permitir sin que le apliquen la orden de captura por narcotráfico y otros delitos, librada por la fiscalía estadounidense. Eso no va con él, querría pretender.
Para mayor absurdo, una noticia informa que la Asociación Mundial de Boxeo lo había nombrado «campeón honorario». Y no, no fue joda por aquello de haber noqueado de manera fulminante a un país otrora sano. ¡Fue una noticia real! ¿Por qué debemos sospechar manejos turbios?
Pero todo lo anterior les resbala a los chavomaduristas. El país es de ellos, tan simple como eso. Les pertenece. Se lo cogieron porque les fue «legado» por el Libertador en la persona de Hugo Chávez. Por tanto, están por encima de todo reclamo. Además, después de una travesía por el desierto a que los obligó el imperialismo, ¡al fin Venezuela se «arregló»! Así lo demuestra la (supuesta) reactivación de la economía, los negocios repletos de bienes importados, las construcciones modernas en el este de Caracas y la reaparición de producción agrícola en mercados. Incluso, se está exportando.
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Sin que nos hayamos dado cuenta, se ha ido colando una nueva narrativa en la que Maduro y los suyos en absoluto aparecen como los malos. Atrás quedaron las peroratas en torno a un perverso «socialismo del siglo XXI» y, más todavía, las pretensiones de extender las potestades del Estado con nuevas confiscaciones y/o inversiones en proyectos «revolucionarios». Los dólares que circulan han logrado remozar la imagen de Maduro. Deberían suspenderse, por tanto, las sanciones internacionales y las investigaciones penales en su contra, pues obstaculizan el proceso de «normalización» emprendido.
Indigna, efectivamente, esta narrativa. Pero la oposición no debe caer en el error de reducir su acción a desmentir estos alegatos. La economía tenderá a seguir creciendo por la razón básica de que el país posee una potencialidad no aprovechada, asfixiada durante tantos años de opresión chavista, que no puede dejar de brotar cuando se le ofrecen las mínimas oportunidades de expresarse. No tiene sentido oponerse a las constataciones que se hagan al respecto. Claro, en el país de las arbitrariedades, cualquier ocurrencia de uno de los trogloditas que mandan puede acabar con un negocio.
Les corresponde a las fuerzas democráticas proyectar una Venezuela alternativa, que le dé contenido real a las expectativas de la gente, conectándolas con los cambios imprescindibles a conquistar para que éstas puedan hacerse realidad. Insistimos en la importancia de lo económico, pero con una narrativa que vaya más allá de las consabidas propuestas de estabilización y de las reformas a emprender.
Debe construirse a partir de las necesidades de seguridad, de financiamiento, apoyo, servicios públicos eficientes y, sobre todo, de garantías para que las personas o empresas puedan ver fructificar sus esfuerzos productivos y/o comerciales y disfrutar de una vida digna, de calidad. La lucha por mejorar las condiciones de vida de la población tendrá, como consecuencia lógica, reclamar derechos y exigir el retorno al ordenamiento constitucional. Sería el fundamento de una plataforma política que coadyuve a la unificación de las fuerzas opositoras en su lucha por conquistar las condiciones para el cambio deseado.
Asimismo, contribuirá a desnudar la artificialidad de la pregonada «normalización» de Maduro, sin seguridades, incapaz de propiciar la inversión productiva y sujeta a los caprichos que podrán ocurrírsele a él o a sus allegados cuando la situación se les ponga más difícil.
Es notorio que, debajo del reino de fantasías que busca proyectar Maduro, subyace el mismo mundo de terror al que nos han acostumbrado. Hace desaparecer por unos días a unos jóvenes que rendían honor a un muchacho asesinado por reclamar sus derechos, Neomar Lander, y los acusa de «instigación al odio y asociación para delinquir». Alienta a sus bandas fascistas a agredir a Juan Guaidó que está en gira por el interior. Mantiene injustamente presos a Javier Tarazona, director de la ONG «Fundaredes», que había denunciado violaciones de derechos humanos en estados fronterizos, a Roland Carreño, vocero del partido, Voluntad Popular, y a muchísimos más. Presos políticos a capricho.
Jorge Rodríguez rivaliza con el del mazo amenazando a un banquero y plantea disparates para boicotear las posibilidades de reemprender las negociaciones en México. Y los militares corruptos, como siempre, están muy presentes con sus extorsiones, matracas y confiscaciones. Mientras, como lo recoge el informe del prestigioso Johns Hopkins Center for Humanitarian Health, Venezuela exhibe uno de los peores datos en materia de salud en el continente. Pero como el gobierno dejó de publicar cifras al respecto desde hace años, el problema no existe. El neofascismo del chavomadurismo sigue vivito y coleando.
Por más insólito e indignante que sea constatar que sigue en el poder el peor gobierno que conoce la historia de Venezuela –tan campante, como si no hubiera roto un plato– no basta con exigir, ¡Maduro vete ya! Porque en lo que sí han sido eficaces, con ayuda de la dictadura castrista y de los errores de los partidos opositores, es en destruir las esperanzas de cambio y en proyectar la idea de que ellos están para quedarse. Por ende, es mejor aceptar la «normalización» en curso. El gran desafío de las fuerzas democráticas es, entonces, sobreponerse a esta especie de fatalidad y proyectar una clara y real opción de cambio.
Para ello, es menester construir una fuerza capaz de recoger las aspiraciones de mejora de las grandes mayorías de manera que éstas hagan suyas las luchas por los cambios requeridos y se movilicen detrás de una plataforma política que haga de ello el centro de su acción. Una narrativa alternativa, que inspire confianza por estar respaldada por propuestas serias, conectadas con las realidades de la gente, deberá desarrollar los músculos necesarios para conquistar estos cambios. Con tal respaldo, puede tener sentido negociar con el gobierno, con la anuencia de los países que las han impuesto, la reconsideración de algunas sanciones, siempre contra avances concretos, exigibles.
La pretensión del régimen de hacer ver que las cosas mejoran puede servir, paradójicamente, a fortalecer la opción democrática. Cómo ha ocurrido en tantos países, la gente se preguntará, ¿y por qué no me toca a mí? Ahí es dónde debe haber una respuesta clara de las fuerzas democráticas, acompañando de las acciones requeridas para conquistar los cambios imprescindibles.
Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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