No más rodeos, por Teodoro Petkoff
«Quien aquí entre, que abandone toda esperanza» es la terrible admonición que Dante colocó a la entrada del infierno, en su Divina Comedia. De alguna manera, lo mismo puede decirse a quien sea encerrado en la mayoría de las cárceles venezolanas. El drama de El Rodeo (página 2) nos recuerda hoy, con brutal elocuencia, que esta continúa siendo una materia pendiente, frente a la cual el gobierno de Chávez ha mostrado tanta ineptitud y desaprensión como los de AD y Copei. Escribir sobre esto, como sobre el COPP o sobre la lucha contra el delito, siempre conlleva el riesgo de que esas almas obtusas que no conciben esta última sino como ejercicio de venganza social, salten a echarnos en cara que siempre pensamos en los derechos humanos de los delincuentes y nunca en los de las víctimas. Pero, en fin, qué se va a hacer, enfrentaremos ese riesgo.
La prevención y represión del delito, más acá de las políticas que deben ir a las profundidades de la vida social (educación, salud, empleo, entorno habitacional, etc.), deben descansar en tres pilares esenciales: policía, tribunales y cárceles. Una policía bien formada, bien dotada y capaz de interactuar con las comunidades porque sea confiable; un sistema judicial moderno, rápido, que asegure la defensa jurídica, la presunción de inocencia y el debido proceso, y que al mismo tiempo castigue con severidad; y un sistema penitenciario que además de hacer cumplir la pena, abra posibilidades de rescatar lo rescatable.
La cárcel comienza por una arquitectura que permita la clasificación de los presos. Una de las peores características de los penales venezolanos es esa promiscuidad que hace convivir a delincuentes primerizos, o accidentales, con veteranos del delito. Si esa promiscuidad está acompañada del hacinamiento, no hay manera de que en esos locales pueda regenerarse alguien. Pero si, encima de esto, en las cárceles hace tiempo que desapareció la laborterapia, así como cualquier actividad educacional, deportiva o cultural, y el ocio campea por sus fueros, poco debe extrañarnos el elevado nivel de violencia interna que en ellas existe y las reducidas posibilidades de que los reclusos puedan vislumbrar una posibilidad de reinserción honorable en la vida social una vez cumplida la pena. Al contrario, de la cárcel se sale peor de lo que se entró. No hablemos de la inexistencia de un personal especializado en el tratamiento de reclusos. La mayor parte de los guardias y directivos de penales llegan allí sin ningún tipo de formación y especialización en la delicada tarea de tratar con delincuentes presos.
La cárcel de hoy sigue siendo esa que, hace siglos, describió Cervantes en su Quijote como el lugar «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación». Pues bien, aunque los simplismos corrientes no lo crean así, un sistema penitenciario moderno, basado en el respeto al ser humano (ese que, ciertamente, el delincuente no tiene por su víctima), es insoslayable parte de la solución de los males.