Nosotros somos el pueblo, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
El pensamiento es asociativo. Leyendo la entretenida y muy bien documentada novela Aquitania escrita por Eva García Sáenz de Urturi (Premio Planeta 2020) comencé a imaginar acerca de cómo sería una vida sin política.
El siglo XII europeo del que nos narra García Sáenz a través de las aventuras y desventuras de la legendaria Leonor de Aquitania, era efectivamente un tiempo en el que a duras penas estaba apareciendo la política, un tiempo más bien prepolítico: sin polis, sin naciones, sin Estados, solo con pueblos que no eran pueblos sino tronos.
El trono no venía del pueblo, era más bien al revés, el pueblo venía del trono. Como decía Leonor de Aquitania: “Yo tengo que ser Aquitania, a mí no pueden dividirme en tronos”
El pueblo lo conformaban los pobladores de una región en donde se hablaba un lenguaje común de los cientos que venían del latín, definidos como pueblos de acuerdo al seguimiento a un señor territorial. Las leves aprontes políticos, pausas o armisticios que se daban entre constantes guerras territoriales, eran simples alianzas de unos reinos en contra de otros, de tal modo que la política naciente era solo una prepolítica de guerra entre representantes de prenaciones. Pues, en contra de lo que comúnmente se piensa, la política nacional fue un derivado tardío de la política extraterritorial.
La política occidental nació primero “entre” y solo mucho después “dentro” de las (pre-) naciones. Hasta el siglo XVI solo fue asunto de príncipes o principales. Así hay que leer y entender a Maquiavelo, para quien la traición, el envenenamiento o el artero crimen, fueron artes que llevaron a las primeras alianzas entre reyes, las que pasaban por la ligazón de familias reales a través de matrimonios dinásticos sin importar las edades ni el grado de parentesco de los cónyuges.
Así eran los humanos antes de que naciera la política y las instituciones que le dieron sustento. Tenían razón entonces los antiguos griegos cuando afirmaban que sin política somos bárbaros.
La barbarie era para ellos, la no-política. Una condición que se mantiene al interior de cada ser humano cuando experimenta el malestar, no solo “en la cultura” como imaginó Freud, sino en y con la política, como vemos frecuentemente en nuestro tiempo.
No nacimos siendo políticos. La condición política es un sobrepeso agregado a nuestra condición humana, hecho que explica por qué, en tan repetidas ocasiones, hay pueblos que sucumben a la tentación de liberarse del fardo político y en nombre de una democracia total regresar a la libertad brutal del bárbaro que todos llevamos escondido en el alma. Y bien, ese ser prepolítico, que de una manera u otra portamos como componente ineludible de nuestra genética histórica, es el ser populista.
Quiero decir: la política comenzó siendo populista, vale decir, de pueblos y para pueblos.
Podríamos afirmar, entonces, que el populismo, tal como hoy lo conocemos, precedió al nacimiento del pueblo. O en otras palabras, el populismo fue el embrión prepolítico del pueblo político. Las poblaciones y poblados se convirtieron en pueblos gracias a la adhesión a un jefe territorial que los movilizaba militarmente en contra de otras poblaciones o poblados. Por eso no hay populismo sin jefe populista. Ni antes ni ahora.
No sería errado definir al populismo como una regresión colectiva que lleva a seguir a un caudillo situado por sobre o más allá de las instituciones.
La política, si seguimos ese hilo, no supera al populismo sino que lo contiene en sus entrañas, algo así como el humano al mono. Luego, el populismo —sería una segunda definición— es la política sin mediaciones, una relación directa entre caudillo y masa. No lleva, como generalmente se piensa, a la destrucción de la política sino solo a una forma de la política, nos referimos a la destrucción de su forma institucional y, por ende, constitucional. Tampoco lleva a la destrucción de la democracia sino a una democracia radical, a una que no obstaculiza la representación directa del pueblo en el poder.
*Lea también: Venezuela en disolución: el desencuentro de lenguajes, por Vladimiro Mujica
El populismo, lo hemos visto en cientos de casos, estalla ocasionalmente como una relación de amor narcisista entre un líder y “su” pueblo. Narcisista, porque el pueblo se ama a sí mismo en el líder y el líder se ama a sí mismo en el pueblo. Goce simple y puro donde ambos, líder y pueblo, se adulan, se unen y se penetran.
Definitivamente, el populismo nos fascina porque nos libera. Nos libera entre otras cosas de reglamentos y de leyes, de instituciones y de constituciones, de modos y de formas. De ahí que vuelvo a repetir: la política populista supone la radicalización de la democracia hasta el punto en que la democracia puede llegar a convertirse en la principal enemiga de la política.
El populismo —sea de derecha o de izquierda, es lo menos importante— llevado hasta sus últimas consecuencias sería —esta es ya una tercera definición— la democracia sin política.
Para que se entienda mejor el postulado, habrá que recordar que la democracia es solo una forma de gobierno y no una forma de la política. La menos peor forma de gobierno, si seguimos a Churchill; pero solo eso: una forma. Una entre varias.
Veamos el ejemplo más reciente: los bárbaros nacional-populistas del 6-E asaltaron en nombre del demos a la institución máxima de la democracia norteamericana: el Capitolio. Llenos de amor hacia el gran macho que los dominaba, intentaron restituir la democracia directa, sin instituciones, sin constituciones, sin parlamentos. Pasarán los años y esas imágenes tan simbólicas permanecerán en las retinas de la historia, agrandadas cada vez más por el flujo de los recuerdos. Pues ese día —mirado en histórica perspectiva— fue el día de la sublevación del pueblo de Donald Trump en contra del pueblo de Thomas Jefferson.
Nosotros, el pueblo
El preámbulo de la Constitución norteamericana comienza así: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América».
Comienza con el pronombre “nosotros”. ¿Quiénes son los “nosotros”? Por definición, no son los otros. Toda nosotridad impone un límite frente a una vosotridad. Ese nosotros es exclusivo e inclusivo a la vez, pues no es el pueblo de un solo Estado sino de varios estados unidos. Una entidad plural y singular. La pluralidad reside en el nosotros. La singularidad en “el pueblo”.
El pueblo, según la pluma de los primeros constitucionalistas, es uno, y los estados son varios. El pueblo estadounidense es, por lo tanto, un pueblo constituido por diferencias.
Las diferencias constituyen al pueblo, no sus similitudes. El objetivo será formar la Unión más perfecta (posible) para todos los diferentes estados, a través —y aquí viene el punto clave— de una Constitución.
Nosotros, el pueblo, no es todo el pueblo sino un nosotros que somete a la discusión del pueblo un texto que lo constituye como pueblo. Un pueblo cuyos orígenes no yacen en un pasado mítico —menos en uno étnico— sino en un momento histórico conformado por un nosotros que, en nombre del pueblo, constitucionaliza (o constituye) al pueblo.
La Constitución hace al pueblo y el pueblo hace a la Constitución. Diferentes estados y una sola nación constituida por el pueblo a través de una Constitución que los une del modo más perfecto posible. Una Constitución que, como todas las constituciones, no está a disposición de nadie porque es la palabra del pueblo, la que, para que permanezca en el tiempo, deberá ser escrita con tinta indeleble en un libro.
El pueblo instituye y destituye de acuerdo a los dictados de la Constitución. Gracias a la Constitución la política deja de ser populista. Es por eso que vemos en el asalto al Capitolio instigado por Trump, Giuliani, Rubio y otros secuaces, una rebelión del pueblo populista en contra del pueblo político. Un intento por regresar a los tiempos de la Francia de Leonor de Aquitania, cuando el cuerpo del monarca se confundía con el cuerpo del Estado. Una regresión histórica que nos demostró cuán frágiles son los hilos que sostienen a la política de nuestro tiempo.
Nosotros (y no ellos) somos el pueblo
Octubre de 1989. Las calles de Berlín este, Leipzig, Dresden, se estremecen bajo el grito: “Nosotros somos el pueblo”. El rodaje de las cámaras televisivas da vueltas alrededor del mundo. El grito quería significar nosotros y no ellos, nosotros y no la nomenklatura, nosotros y no la URSS, somos el pueblo. Imágenes conmovedoras que demostraban cómo las multitudes se constituían como pueblo político en el marco de una rebelión destituyente. Un nosotros destitutivo y, a la vez, constitutivo. Un nosotros ciudadano.
Sin embargo, ese grito colectivo, “nosotros somos el pueblo”, no nació por milagro. Fue, por el contrario, parte de una larga cadena histórica formada por diversos eslabones. El eslabón más cercano lo encontramos el 7 de mayo de 1989, cuando en la RDA tuvieron lugar elecciones, comunales.
Contrariando a las fracciones abstencionistas de la oposición, diversas organizaciones disidentes decidieron participar en las elecciones.
La participación ciudadana debería usar el proceso electoral como plataforma para ejercer crítica directa al régimen y, en caso de fraude, aprovechar la grieta que estaba abriendo Gorbachov en la URSS, para denunciar el fraude ante el mundo.
Bajo el amparo de la iglesia protestante, los grupos disidentes realizaron su campaña electoral creando comisiones encargadas de vigilar los centros de votación, contando voto por voto. Así lograron demostrar cómo en diversos lugares los resultados habían sido falsificados. El fraude fue dado a conocer de modo acucioso por la revista clandestina Wahlfall 89. Fue entonces cuando el Movimiento Foro Nuevo, nacido al calor de la campaña electoral, dictaminó que la soberanía del pueblo había sido violada en la RDA.
De acuerdo a los miembros del Foro Nuevo, un pueblo solo es pueblo político cuando ejerce el acto de elección. Privado de su derecho a elegir, el pueblo deja de ser una noción política y se convierte en lo que fue en sus orígenes: simple población o poblado. En estas condiciones, el pueblo se transforma en un pueblo elegido por sus gobernantes. Monstruosa inversión de la razón política ya denunciada nada menos que por Berthold Brecht, en 1953.
Como es sabido, el 17 de junio de 1953 tuvo lugar la gran rebelión popular de Alemania del Este. Del mismo modo como después en Polonia y Hungría, en 1956, la rebelión alemana fue sangrientamente aplastada por tropas soviéticas. En un acto de sadismo, el dictador Walter Ulbricht ordenó a los trabajadores de la construcción limpiar la avenida Stalin, sitio principal de la revuelta. Ellos se negaron. Fue entonces cuando Brecht escribió su poema. Dice así:
Tras la sublevación del 17 de junio
La Secretaría de la Unión de Escritores
Hizo repartir folletos en la Avenida Stalin
Indicando que el pueblo
Había perdido la confianza del gobierno
Y podía ganarla de nuevo solamente
Con esfuerzos redoblados ¿No sería más simple
En ese caso para el gobierno
Disolver el pueblo Y elegir otro?
Disolver el pueblo. De hecho, eso ya había sucedido. El pueblo político había sido disuelto y sustituido por el pueblo del poder estatal. Solo la clase dirigente podía decidir quiénes pertenecían al pueblo. De ahí que el grito triunfal de 1989, “nosotros somos el pueblo”, surgió de la historia profunda de un pueblo sometido.
Alemania 2019-2020. Otra vez aparecen en las calles de la ex-DDR grupos que gritan, “nosotros somos el pueblo”. Pero la historia no se repite. No solo porque los nacional-populistas llamados por AfD, Pegida y otras organizaciones neo-fascistas no tienen ni política ni culturalmente nada que ver con los manifestantes de hace 30 años, sino simplemente porque ellos no son el pueblo. Son, por cierto, una fracción del pueblo y, si pueden hoy protestar acusando a Ángela Merkel de dictadora, es porque en Alemania prima un Estado de derecho que garantiza la libertad de reunión y de opinión, aunque sean reuniones y opiniones de fascistas. Ese derecho no fue conquistado por ellos sino por quienes lucharon contra una dictadura de verdad en nombre de un pueblo sometido.
La gran diferencia entre los dos “nosotros” no es gramática, es política. Los de 1989 gritaron a favor de un nosotros inclusivo, por uno que incluyera a todas las diferencias, no importando ideologías, religiones, condición social, ni mucho menos, color de piel.
El nosotros de los nacional populistas es, en cambio, exclusivo. Su “nosotros” solo alude a un pueblo mítico, étnico, machista, sexista, blanco, pero no a un pueblo políticamente constituido.
El pueblo político es, por el contrario, el pueblo de las diferencias. Cuando los manifestantes de 1989 decían “nosotros somos el pueblo”, no pedían unirse bajo una sola idea, bajo un solo partido, bajo un solo símbolo.
Precisamente contra esa noción de pueblo luchaban. Políticamente organizados, exigían la libertad de opinión, de reunión, de asociación. Luchaban en fin por un pueblo cuya única unidad era la aceptación de las diferencias, en el marco determinado por la Constitución y las leyes. Un pueblo con muchos partidos, muchas ideas, muchos modos de ser. En otras palabras, por un pueblo que, justamente por el hecho de estar desunido, podía ser un pueblo.
El pueblo unido jamás será vencido
Fue una de las canciones más bellas del breve periodo de la Unidad Popular chilena (1970-1973) coreado con énfasis y mística en las calles al ritmo marcial que imponían los Quilapayún, erizaba la piel. Después de esa trágica experiencia ha vuelto a ser coreado, ya sea en las calles de Managua, La Paz o Caracas, para aclamar triunfos de los nacional-populistas “de izquierda”. Una canción tan bella en su melodía como falsa en su intención.
Efectivamente, un pueblo solo puede aparecer unido frente a otro pueblo (y en este caso ya no hablamos de política sino de guerra) o puede aparecer, en un momento, unido, como en el caso de la ex-RDA, frente a una clase de Estado que usurpa el poder del pueblo en nombre del pueblo. Pero, en Chile, esos millones que apoyaron a Pinochet no eran de otro pueblo. El pueblo de la izquierda intentó excluir al pueblo de la derecha. Poco después, el pueblo de la derecha, representado en Pinochet, intento excluir —incluso físicamente— al pueblo de la izquierda.
Ningún gobernante y ningún político puede atribuirse la representación total del pueblo. Quienes creen ostentarla, o son dictadores o están en camino de serlo.
El pueblo político está organizado en partidos, tradiciones, culturas, religiones, creencias. Su única unidad es la aceptación de la Constitución y de las instituciones que garantizan la lucha de sus diferencias.
El pueblo unido jamás será vencido. Es verdad. Nunca será vencido porque el pueblo unido no existe como noción política. Así de simple.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo