Nostalgia Fest en Caracas gracias a Cusica
Un fin de semana inusual en Caracas reencontró a bandas venezolanas con su primer público, el venezolano. El Cusica Fest mostró una organización y producción de buen nivel, con un cartel exigente que llamaba a la incredulidad. Un ejemplo de lo que puede venir
Esto no pretende ser una reseña, ni una crónica, sino un comentario sobre el Cusica Fest, un evento que marcó el final del año en Caracas. 14 agrupaciones se montaron en una tarima organizada como debe ser, con tiempos específicos, con trabajo de producción destacado, un diseño adecuado con una pantalla que comunicaba más, y con buen sonido, al menos el domingo cuando no hubo tantos fallos como el día anterior.
Casi el 50% de las bandas invitadas viven fuera de Venezuela, algunas con hasta un lustro de no haber tocado en el país desde su partida. Y fue eso lo que marcó la ocasión: la nostalgia, la saudade. Del público y de los propios músicos.
En la audiencia se mezclaron edades y experiencias. Estaban los que acudieron para revivir años de conciertos, de planes musicales, de tarimas, de bares; una década ya vencida. Y otros muchos que incluso admitían, no sin cierta vergüenza, que no habían visto jamás a alguna de las bandas, incluso su favorita, en vivo; principalmente por cuestiones de edad.
Sobre la tarima, las emociones también bullían. Varios de los músicos se emocionaban por volver a estar frente a público nacional, ese que conoce sus historias, que los ha visto crecer, que recuerda sus primeras canciones antes de tener proyección internacional; incluso el que entiende de chistes y chinazos.
Pero también hubo quienes sintieron el palpitar de la adrenalina por sentirse parte de nuevo de una movida que cuando cruzaron Maiquetía lucía deshauciada. Las conversaciones tras bambalinas, los intercambios entre quienes se mantienen comunicados vía Whatsapp, si acaso, y el encuentro con algunos de los que ni siquiera eso, marcaba la jornada también. Además, para un músico venezolano estar junto a Los Amigos Invisibles o Desorden Público siempre será una fiesta. Pero también reencontrarse con unos Malanga renacidos, poderosos, coordinados, con savia corriendo por las venas y un legado pop innegable, aunque haya quienes se sorprendieron y soltaron el «ah, ¿esa canción es de ellos?».
Quienes abrían la tarima, Gran Radio Riviera, La Fleur, Andrés Mata, El Otro Polo y especialmente Anakena, mostraba el impulso de quienes están haciendo vida en Caracas, de quienes aún no han cambiado de dirección postal, de quienes producen sus canciones estando aquí. Lo mismo ocurrió con la invitada de (casi) todos, Liana Malva, quien afortunadamente tiene repertorio propio para evitar repetir lo que vivió Nana Cadavieco.
Tomates Fritos dieron una clase, convertidos en decanos del rock hecho en Venezuela, con más de 20 años a cuestas, cinco discos entregados, un nuevo sencillo sonando y una formación que en tarima muestra solidez. Los orientales han navegado la tormenta, y sus velas han demostrado ser capaces de enfrentar al mar picado.
Cuando subió Okills a tarima comenzó el baile, no solo por el estilo musical de los ahora radicados en México, sino porque mostraron un espectáculo como el que presentan en los festivales a los que son invitados en la nación azteca, esos que los muestran ante aforos masivos. Y vaya que han aprendido a convencerlos. La Vida Boheme hizo lo propio, con una ventaja: cuando se fueron del país tenían mucho más tiempo de recorrido, mucho más impacto en la audiencia, un terreno ganado. Su show conceptual, ruidoso, emocionante, nostálgico y contestatario arrancó lágrimas en más de uno, en quienes incluso recordaron tiempos de color, de pinturas, de ropas manchadas.
Desorden Público no dejó dudas de por qué acumulan tres décadas y contando de éxito, siempre con la posibilidad de condimentar sus arreglos -esta vez con solos de guitarra afiladas, incluyendo la invitada de Kmarón (Leonardo Jaramillo) de Okills- eso a pesar de que más de uno quedó descolocado con las versiones 25 aniversario del Canto popular de la vida y muerte. Como tampoco lo hicieron Los Amigos Invisibles al cierre del domingo, más allá de cambios de formación, más allá de los coqueteos con ritmos caribeños menos locales, la gozadera terminó de exprimir un fin de semana cargado de emociones.
Los Mesoneros y Viniloversus, dos bandas de las que dieron un reimpulso al rock nacional en la segunda mitad de la década pasada, presentaron repertorios completos, combinando piezas iniciáticas con material reciente como la clave de ambos espectáculos. Y entre canción y canción el comentario de la nostalgia, el qué bueno volver, el increíble estar aquí, el queremos volver más seguido (Viniloversus y Lagos, proyecto de Luis Jiménez de Los Mesoneros, se presentarán en el Sunset Roll Fest en 2020).
Y allí estuvo uno de los pilares de este evento, en la palabra. «No puedo creer que estoy en Caracas», dijo un emocionado Alberto Arcas; “¡No me lo creo!”, soltó un emocionado Arístides Barbella de Malanga; “Qué buen regreso a casa, carajo”, espetó Rodrigo Gonsalves. Y así otros. Los visitantes que fueron residentes, ante los residentes que en esta burbuja hasta se sentían visitantes.
El Cusica Fest solo fue posible porque la economía venezolana ha generado pequeños oasis de apertura dolarizada, y no por una gracia liberal del gobierno sino por la imperiosa necesidad de sobrevivir de quienes controlan el poder. Unos productores llegaron a decir «a estos panas se les alinearon los planetas», y visto lo visto la conclusión no es descabellada.
Es un abreboca de lo que vendrá en 2020, cuando más espectáculos puedan ser producidos y cobrados en dólares, con un público que tiene para pagarlo y disfrutarlo -pocos en comparación con el total nacional, claro, pero suficientes para soportar estos eventos-, y marcas y agrupaciones entregadas a participar. El sector privado -y la música también es un negocio donde intentan hacer vida también productores, técnicos y demás- es resiliente, busca crecer, no dejarse vencer. Eso sí, allá afuera, después de los linderos del festival, hay un pueblo separado por una brecha socioeconómica cada vez más grande, una que el gobierno está dispuesto a ensanchar como ha hecho entre Caracas y otras localidades. Los artistas lo saben. Todos lo sabemos. Los que pueden cambiarlo también.
Puertas adentro, el reto es darle ritmo a la propuesta, no para bailar sino para repetir, cosa nada fácil en entornos volátiles. Y, también, entender que la nostalgia -intencional o innata- como factor unificador y de convocatoria funciona una y quizá dos veces, no más.