Nunca en domingo, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
De nuestra experiencia residencial en Caricuao atesoro, más con tristeza que con alegría que, justo un piso debajo de nosotros en el sector CC2, vivía un señor de apellido Penzo quien, no más al avistarme en planta baja extendía la mano y me premiaba con su sonrisa como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo. De seguidas me relataba con absoluta naturalidad los sucesos del día en el edificio y de todo el vecindario.
Tipo para extraño, grueso de contextura y de estatura que superaba fácil el metro ochenta, Antonio Penzo era buena persona, tenía mujer y tres hijos varones a los que llevaba los fines de semana a jugar beisbol en el campo del sector La Hacienda. Yo le escuchaba con simulada paciencia ya que no hacía más que cotorrear acerca del vecindario, aunque sus chismes me atraían solo por la sustancia de las incidencias y el tono narrativo que imprimía al contarlo.
Para ese entonces, recién llegados del exterior lo que más nos inquietaba era la búsqueda de empleo. Por suerte, mi esposa fue contratada por una revista cultural y yo ingresé en ARS Publicidad donde el jefe creativo, un chileno seducido por el habla de los caraqueños, disfrutaba de los chismes de Penzo que yo le resumía a la hora del almuerzo. Azcueta llegó a Venezuela en veloz huida de la dictadura de Pinochet y vivía en la primera transversal de Altamira.
Como una vez me confió que había entrado la edad adulta sin la complicidad de un grupo de amigos, yo lo entretenía con los lamentos y el cotilleo de Penzo. Si a la mesa se sumaban otros curiosos tales relatos eran compartidos por creativos y sociólogos involucrados en una campaña o en una cuña. El sistema Penzo era de lo más sencillo: me abordaba en la puerta del edificio, me tomaba del brazo y nos íbamos a un lugar poco iluminado solo para contarme sobre la coñaza que le propinó el señor Barrera al repartidor del gas que estaba «soplándole el bistec» a la mujer.
Yo, en el trayecto en metro hasta la zona industrial de Los Ruices, donde queda la sede de ARS, aprovechaba para añadir condimentos, detalles entre escabrosos y divertidos, de modo que cuando llegaba a oídos del jefe chileno y los compañeros de la oficina la gente me instaba a escribirlos como relatos, pero era obvio que no debía hacerlo so riesgo de que Penzo o el señor Barrera me aguardaran al llegar del trabajo y me dieran una tunda.
Hubo un punto en que ya me fastidiaban los chismes de Penzo o la persistencia en hablarme solo de eso –coño ¡qué fuente tan inagotable de información poseía ese pana!– pero resultaba inevitable eludirlo cuando coincidíamos en el mercado campesino los sábados al mediodía, y dale otra vez preguntándome de modo retórico si me había enterado de la pelea a navajazos que tuvieron los hijos del autobusero del piso 8 con los hijos del vecino González ¡porque uno de ellos embarazó a una de sus hijas! Entonces yo ponía mi cara de ¡cómo va ser! y a partir de ahí agárrense que voy en bajada.
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Simultáneamente, Penzo exhibía también un lado extraño e incomprensiblemente triste cuando coincidíamos en el mercado campesino, lugar que eliminaron para construir una estación del metro. En mitad de los infaltables cotilleos, el vecino se quejaba porque al día siguiente sería domingo que para su concepto era «un día maldito». Ante mi extrañeza, me respondía: lógico, tras el domingo llega el lunes y ahí casi lloraba y se comportaba como si odiara su vida.
Entonces se abría a su penuria: su labor como contable en el negocio de ventas de repuestos para autos en Quinta Crespo, y cuyo dueño no era otro que su tío Giussepe, un anciano italiano malaleche y desconfiado que pregonaba que los venezolanos eran si no flojos al menos ladrones por lo que ordenaba al pobre Penzo vigilar para ver que hacían los empleados. Nadie imagina cómo se lamentaba Antonio Penzo ante la proximidad del lunes y la vuelta al trabajo, el día que tanto odiaba y que para mayor infortunio fue el día en que nació hace cuarenta y un años.
Es decir, el vecino que me recibía sonriente y con el caudal de chismes con el cual sellamos nuestra amistad era en realidad un hombre triste, y su alma sucumbía los lunes en la mañana, obligado a soportar durante una endemoniada semana a un tío irritante y tirano que le hacía la vida imposible.
Fueron escasas las veces que me contó su desgracia, la de trabajar en un trabajo que odiaba y cuando lo hacía Antonio Penzo se echaba a llorar. Pero viene ahora la parte en la que me dejo de pendejadas y me sacudo la nostalgia. Antonio Penzo era un amigo noble e inofensivo. Chismoso, sí pero buen vecino. Pero todo eso y mucho más dejó de serlo la tarde de un domingo cuando yo disfrutaba en mi sofá viendo un partido de beisbol y me sacude un estruendo, como si un carro hubiese empotrado contra la entrada del edificio. Tras oír a continuación el griterío de la gente, como si corrieran de un lado a otro, me puse la franela y bajé las escaleras, preguntándome si Penzo tendrá ya la exclusiva de lo ocurrido. Bastó con llegar al escenario que generaba el alboroto, a unos pasos de la entrada, inmóvil y en posición yacente pero incómoda estaba Antonio Penzo, sin poder hablarme ni saludarme, harto de tanto maldecir los domingos.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España