Oliver Stone, por Simón Boccanegra
Uno podría hasta ser comprensivo con gentes como Noam Chomsky u Oliver Stone. Son parte de una izquierda tan, pero tan impotente, en su propio país, que cada vez que aparece un militar tercermundista como Chávez o un guerrillero, así sea de cartón piedra como el inefable Marcos, que le mete el dedo en el ojo a los gringos –verbalmente, claro–, ellos se cuelgan de sus charreteras y viven, entonces, vicariamente, la «revolución» para la cual sienten que no hay espacio en los Estados Unidos.
Por eso hay que tener un poco de indulgencia con el cretinismo político que los caracteriza. Cretinismo sólo político, porque, por otro lado, son gente cuyo talento no es posible desconocer. Y esto es lo perjudicial de su comportamiento.
No son mercenarios ni tarifados. A diferencia de una gentuza como Ignacio Ramonet, por ejemplo, de quien todo el mundo sabe que es un cínico que le cobra a Chávez por escribir a favor de él, Stone o Chomsky son personas honradas, que creen en lo que dicen y además, en sus campos específicos del saber, son sobresalientes. ¿No se habría descubierto más rápidamente la añagaza que fue la Unión Soviética de no haber mediado centenares y centenares de algunos de los intelectuales más brillantes del mundo cantando loas al padrecito Stalin y a sus sucesores? Ahora tenemos a Oliver Stone vendiendo por el mundo la imagen de Chacumbele, basada en el montón de cobas que este le vendió a su vez y que Stone le compró sin beneficio de inventario, sin siquiera molestarse en contrastarlas con algún pedacito de la realidad venezolana.
Uno lee aquel libro fluvial e inmenso que es el Canto General de Neruda y cuando tropieza en él con el «Canto a Stalin», todavía se pregunta uno como pudo Neruda, con todo su genio, escribir tamaña idiotez. Uno se pregunta si este Oliver Stone de «Al sur de la frontera» es el mismo de «Pelotón».