Oportunidad perdida, por Marcial Fonseca
El padre no estaba muy contento con el día a día de su hijo. Siempre estudiando, los domingos a misa con su madre mientras las hermanas se quedaban en casa o iban a la plaza Bolívar a caminar a su alrededor. Menos mal que no existían Los Hijos de María, porque si no, él sería uno de ellos. Bueno, lo excelente que era en el liceo compensaba esas veleidades, que era como las veía el papá.
Este conversaba constantemente con él, de una manera casual, para sondear la orientación sin parecer muy serio. Al final de las tertulias, o mejor decir de los soliloquios del vástago porque eso es lo que eran, el progenitor terminaba sabiendo más de jerarquía eclesiástica de lo que pudiera interesarle a un mortal común y corriente. Por ejemplo, que la estructura de mando de la Iglesia Católica era la más plana en el mundo: sacerdote-obispo-papa y ya.
Mediante un trabajo de zapa fue convenciendo a su viejo para acudir al seminario de Barquisimeto y averiguar los requisitos de entrada. Encontraron con que eran pocos y simples: primaria completa, ser hijo legítimo y, por supuesto, bautizado y confirmado. Logró ingresar. Después de tres meses, el muchacho ya era un seminarista modelo.
Rápidamente absorbió la rutina interna: levantarse cuando el conticinio se había asentado, asistir a una breve misa, luego un desayuno frugal y a clases el resto de la mañana; en las tardes actividades deportivas. Se sorprendió cuando empezó a jugar fútbol, le parecía un juego muy simple y emocionante, tanto jugarlo como verlo.
Los padres fueron citados un día de semana, lo que los puso muy nerviosos porque ellos iban todos los domingos a visitarlo. Se les informó de que estuvieron a punto de expulsarlo porque lo encontraron conversando con una vecina del edificio que colindaba con el Seminario, él se defendió arguyendo que estaba convenciéndola de que las mujeres también debían servir a Dios.
Llegó el día deseado, lo ordenaron sacerdote. Para su ubicación fue a la entrevista con el arzobispo de la Diócesis. Este le ofreció una gran oportunidad, lo asignaría a un pueblo demasiado alegre y que él debería orientar esa alegría; y que estaba seguro de que tendría éxito.
Al arribar a su destino, y después de conocer a todos los relacionados con la Casa Parroquial, salió a pasear por las solitarias calles. Su aceptación fue inmediata. Los muchachos le pedían la bendición, las jóvenes se inclinaban respetuosamente, los hombres le daban la mano con mucho orgullo; nunca habían vista una sotana andando por el pueblo.
El servicio bautismal, que con el sacerdote anterior era con previa cita y solamente los sábados, con él, siempre que la Iglesia estuviera abierta, se podía pasar por la Casa Parroquial y solicitar un servicio de bautizo para el mismo día.
Luego de tres meses, y con la rutina ya establecida, se formó un escándalo porque el cura fue sorprendido en una pose cuestionable con una de las feligresas detrás del púlpito.
La godarria del pueblo se quejó a la Diócesis. El obispo lo citó.
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–Te enviamos a ese pueblo porque consideramos que tú tenías la capacidad para canalizar la alegría, que podías domar los deseos que el alcohol hace que se exhiba en las calles; pero no, ahora nos dicen que te vieron en el acto pecaminoso, ella con su falda levantada y tú, como un sátiro desaforado.
–Excelentísimo, eso es mentira, la sotana me estorbaba.
–Serás pa’pendejo, la hubieses sostenido con los dientes.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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