Oropel, la revolución deportiva; por Teodoro Petkoff
«No nos importa el medallero”.
Como un chamito
al cual le arrebatan un
juguete, el Jefe del Estado, presa
de una pataleta rabiosa, soltó esa
necedad. Puro despecho. Como en
la fábula de la zorra que no podía
alcanzar las uvas y cedió en sus intentos mascullando
que estaban verdes, el Presidente de la
República salió con esa pendejada de que las
medallas no importan. ¿No importan? Tanto le
importaban que, ebrio de triunfalismo, le atribuyó
una de oro a su revolución de cartón piedra y se
atrevió a pronosticar varias para los atletas que
nos representaron. ¡Claro que le importan las
medallas! Pero no por las razones deportivas,
esas que entusiasman a todo mortal común ante
los logros atléticos, esas que mueven a los competidores
a exprimirse la adrenalina para subir al
podio, sino por el alimento que podían proporcionarle
los logros de nuestros muchachos y muchachas
a su colosal vanidad. A este simulador no le
duele el pobre desempeño de nuestros atletas; es
su megalomanía la que se siente lastimada.
“No nos importan las medallas” es una bofetada
a los y las atletas. A estos y estas sí les importan
las medallas porque son el premio a años de
dedicación y esfuerzo. Fingir desprecio por las
medallas es despreciar al atleta que lucha por
ellas. Para éste, la frase del Presidente de su país
constituye un sarcasmo, un consuelo tonto para
quienes el Presidente toma por tontos.
El jactancioso discurso acerca del tamaño de
la delegación y la hiperbólica propaganda ya desnudaban
la simulación. Se quiso presentar el
número de atletas como demostración de una
inexistente “revolución deportiva”. Se infló desaprensivamente
el tamaño de la delegación sin pasearse por el nivel real de e x i g e n c i a que plantearían las competencias olímpicas.
La prudencia aconsejaba tomar en cuenta que las marcas para clasificar a los Juegos habían sido «flexibilizadas» por solicitud de los chinos, que querían presentar las Olimpiadas más concurridas de la historia, pero que la competencia real entre los mejores del mundo sería infinitamente más dura. Sin embargo, el megalómano pensaba que el crecido número de atletas ya era un logro.
Otro más cauto sabría que no era sensato enviar atletas que no tenían ninguna posibilidad. La ironía es que ahora el tamaño mismo de la delegación hace más frustrantes los resultados. La megalomanía y la simulación no tuvieron en cuenta que ya en los Panamericanos de Río habíamos retrocedido respecto de nuestra actuación anterior en el mismo evento. Pero no se sacaron las conclusiones adecuadas. La megalomanía y la simulación quisieron sustituir una política deportiva consistente y seria por la fantasía y el oropel. Se equivoca Ego Chávez cuando en el colmo del despecho y el reconcomio pueril acusa a sus adversarios de alegrarse del fracaso de nuestros atletas. No atribuya a otros su propio infantilismo, señor Presidente. No fracasaron los y las atletas; fracasaron la megalomanía, la irresponsabilidad y la frivolidad. Las suyas, señor Presidente.