¡Otra llamada más!, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Claro que le tenía aprecio, e incluso, debido quizás a su avanzada edad, una dosis de cariño como se le tiene al padre cuando envejece. Pero no por ello voy a ocultar que lo tenía catalogado como una genuina ladilla cada vez que coincidíamos en el jardín del edificio con nuestras mascotas, y el hombre aprovechando la misma dirección del paseo canino me interrogaba con lo de siempre: «coño, vale, ¿cuándo por fin va a caer Chávez? … ¿y qué dice Teodoro?”, dando por sentado que al trabajar yo en un periódico debía tener acceso especial a las reuniones de los conspiradores o que en la noche anterior me había llegado alguna información valiosa y confidencial acerca de un golpe que estuvieran cocinando los militares junto con la oposición. Era imposible evitarlo.
Ya lo dije, nos veíamos en el paseo con las mascotas, y el señor Justo preguntaba lo mismo, casi a manera de reclamo, «pero bueno, Pineda ¿para cuándo va a caer ese hombre?», y yo, como en el cuento de las mil y una noche le inventaba qué sé yo cualquier rumor que circulara en las redes, pero el señor Justo, más molesto que desilusionado, me atajaba con que eso lo había leído ya por Twitter y opinaba que a ese rumor le confería poca credibilidad. Entonces, ustedes entenderán que me las tenía que ingeniar y sacaba una conspiración de mi propia cosecha, con el ruego de que no se lo dijera a nadie, y el hombre, con la tristeza inexpresiva de sus ojos, regresaba a su apartamento con los perros, y dispuesto sin dudas a difundir lo que le había contado.
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El punto no es ese, sino que, obstinado como ya estaba, en tanto que viejo militante copeyano y empleado jubilado de los tribunales, este vecino no hacía otra cosa que echarse al sofá de su casa en las tardes para disfrutar de Globovisión. Usted sabe, eran aquellos tiempos sabrosos en que el Ciudadano nos alegraba las horas con sus gritos de «¡Otra… llamada más!», y uno pegaba la oreja para ver si sacaba de ahí la noticia que pudiera servir para subir en la edición digital de TalCual.
Hasta el día en que Justo empezó a tener problemas con el televisor –¿se acuerdan de aquellos aparatos culones que pesaban más de veinte kilos?– y, cuando se rindió de tanto jorungarlo ya que desaparecía la imagen o se le iba el volumen, optó por descender al estacionamiento y pedirle a uno de los vigilantes del edificio que le hiciera el favor de revisarlo. Fue entonces cuando apareció el buena gente de Ramón –que Dios lo tenga en la gloria– quien, además de vigilante, igual destapaba cañerías, pintaba apartamentos en navidad y reponía la electricidad si saltaba un breaker.
Así que Ramón subió al séptimo piso, tocó la puerta y guiándose por la explicación del señor Justo, se colocó detrás del aparato, y de paso se tomó la licencia de aconsejarle de que se comprara uno de pantalla plana. Justo no respondió porque quizás lo venía pensando desde hacía tiempo o porque no entendió lo que Ramón le decía detrás del televisor.
El punto es –sostiene Ramón– que descubrió un cable azul como sulfatado y pensó que si lo cortaba y lo limpiaba, eso era pan comido, y el aparato funcionaría. Así lo hizo y así se lo comunicó a don Justo –siempre desde atrás del televisor culón– preguntándole si le había llegado la imagen, pero el vecino no respondía.
Sostiene Ramón que, cansado de no escuchar respuestas, se levantó y se dirigió hacia don Justo y cuando fue a despertarlo, ¡oh Dios! el vecino había alcanzado el camino de los justos. Desconcertado, Ramón le gritó a la señora Juanita que hablaba por teléfono desde otra habitación con una de sus hijas y le dio la mala nueva. Como entenderán, la doña soltó el teléfono y entró en ingobernable crisis de llanto y qué voy hacer Dios mío! Se echó a llorar, mientras se aferraba a su marido en un último intento por reanimarlo frente a un televisor que para más señas seguía descompuesto.
Triste escena. Ramón tomó el teléfono para decirle a la hija de la señora, que permanecía inquieta desde el otro lado, que su padre había fallecido, al parecer de infarto. «Ay, Dios, ¿cómo va ser?», alcanzó a gemir Marta en un acceso de llanto incontenible y le agradeció a Ramón los buenos oficios. Se despidió porque tenía que llamar a los otros hermanos… que le dijera a la mamá que de inmediato saldría para allá.
Sostiene Ramón que no una sino muchas lágrimas rodaron por sus mejillas cuando vio a doña Juanita sola, indefensa, aferrada con desesperación a su compañero de toda la vida, mientras clamaba a los cielos para que le diera misericordia y golpeando con tal furia a ese maldito televisor hasta que, de improviso, el aparato mostró sus imágenes, más nítidas que nunca, y en medio de tanto infortunio oyeron la voz inconfundible del Ciudadano gritando a todo pulmón “Otra llamada más”.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España