País ciego, por Teodoro Petkoff
La puesta en escena pretendía ser impresionante. Rigurosamente uniformados con trajes de combate, los rostros cubiertos con pasamontañas, empuñando sables marcialmente, frente a una mesa preparada como para un rito de logia masónica, con gorras de oficiales, una Biblia y otro sable a lo largo, la imagen de los supuestos comacates era ciertamente siniestra. El lenguaje no lo fue menos. El extenso documento que hicieron público culmina anunciando la intención de dar muerte «al primero y al último que bajo el escudo de los círculos chavistas se atreva a atentar contra la vida y la propiedad de los ciudadanos de este noble país».
¿Cómo fue recibido este video por la opinión pública? Con un debate acerca de su verosimilitud. Para unos, los tales comacates eran de mentirijillas; para otros eran verdaderos, llamando la atención sobre el detalle de que los sables estaban correctamente empuñados (parece que se trata de un arte nada fácil: el pulgar debe estar situado en un sitio específico); Patricia Poleo fue acusada de forjar el documento. En fin, la banalización absoluta de la tragedia. A nadie pareció llamar la atención el sentido profundo de esas imágenes y de ese lenguaje, la trágica patología social que ponen al desnudo. Este país está tan enfermo que un anuncio de violencia extrema, en lugar de provocar espanto y asombro, apenas si dio lugar a una discusión «técnica»: ¿los tipos serán militares de verdad o no? Como si eso fuera lo importante y no la honda sensación de horror inminente que deja el video, el espanto de la violencia fratricida que se cierne sobre el país.
El debate sobre la verosimilitud del video y el manifiesto que lo complementa ha estado acompañado también de la bombástica retórica que suele asociarse al zafarrancho de combate. Alguien editorializó, en un diario importante, no sin un puntico de insospechada cursilería, que el texto difundido «refleja la increíble pureza y patriotismo de los ideales» de los llamados comacates. Hace poco la señora Lina Ron había caracterizado a los pistoleros de Puente Llaguno como «héroes de la revolución». ¿Qué diferencia existe entre ambos juicios? En este país enfermo, donde el gobierno se asume como beligerante, armando grupos particulares, donde se conspira a cielo abierto, donde el golpe militar como alternativa es tema de discusión en los programas mañaneros de la televisión, donde se habla de guerra civil con aterradora desaprensión, ¿no quedará un mínimo de lucidez entre los políticos de todos los bandos para detener estos trenes que avanzan ciegamente el uno contra el otro? ¿O es que en verdad, las posturas más extremas no ven más opción que «la política por otros medios»? No es posible aceptar resignadamente que la perspectiva sea la de la muerte. ¿Habrá que esperar los muertos y la destrucción para, entonces sí, sentarse a conversar? ¿Nadie va a dar hoy el primer paso en esa dirección?