Para Alberto Arvelo, por Simón Boccanegra
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Alberto Arvelo fue víctima de uno de esos golpes como de Dios, que dijera Vallejo. Es casi imposible imaginar un sufrimiento más atroz que el padecido por Alberto. Que ese cerebro poderoso, de uno de nuestros más originales pensadores y escritores, haya perdido la facultad de comunicarse de viva voz con sus semejantes, fue como un ensañamiento incompresible de la naturaleza y la biología. No se le fue la capacidad de pensar y hasta el último día la ejerció, escribiendo. Pero al profesor, al conversador, a ese artesano de la palabra hablada, la mudez progresiva lo fue matando. Con Alberto Arvelo se va otro amigo, otro compañero entrañable. Lo fue en tiempos fragorosos, porque el filósofo y escritor se desdoblaba en activista político de rompe y rasga, en dirigente de los que se calaban las interminables reuniones partidistas, no pocas veces matizadas por la controversia dura y casi violenta. Era, en el mejor sentido del concepto, un intelectual comprometido. Escribió novelas y textos filosóficos y políticos pero no creía rebajarse si ponía su pluma al servicio del texto político contingente, del volante o del manifiesto. En las campañas electorales montaba un aparato de sonido en su carro y salía a recorrer las montañas y calles de los pueblos merideños. Participó, siempre creativamente, en la conformación de un pensamiento para la izquierda democrática, porque era de esos que ayudan a la reflexión colectiva, siempre desde una perspectiva brillante y diría que socrática. Pensaba y hacía pensar. Estoy seguro de que a su partida no dejó ni un odio, ni siquiera un rencor pasajero, porque era un hombre bueno, amable y afectuoso. Para Solange Mendoza, su esposa, para Beto y Silvia, sus hijos, mi consternada palabra de solidaridad y dolor.