Para bailar la bamba, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Yo estuve decidido a dar el paso que otros rehuían. Dos destinos opuestos podrían atravesarse antes de pisar el JFK: que la policía te atrapara al salir del aeropuerto o que salivaras en exceso durante el vuelo, impulsado por la ansiedad o el miedo, y explotara la bomba que llevabas en el estómago para lo cual el destino concede un instante a fin de que te despidas del mundo tal y como lo conociste.
Pero el pana Luis me dio bríos al apuntarse a esa ruleta rusa millonaria con ánimo de ganador y poner todas sus fichas al vuelo 009 de American Airlines de un martes en la mañana que aterrizaría en la tarde en Nueva York. La propuesta endulzaba más allá de lo inimaginable. El Greñas iba conmigo y su compañía me otorgó la confianza necesaria, ya que mi amigo de infancia y ahora compañero en la intrincada aventura, exhibía en su linkedin haber coronado seis veces el trasiego de dediles con coca introducidos en el recto o tragados con tal destreza que al bajar al saco gástrico se activaba una orden: no tragar saliva, negarse a todo tipo de bebidas y esperar a que te recogiera un tal Paul quien estaría en la sala de llegada con el cartón rotulado Sweet Hotel.
Pero sería injusto adelantarnos a la tragedia que ensombreció a mi familia y acabó matando a mi vieja si no logro contar cómo se organizaban estos viajes hasta entonces exitosos, mientras estuvieran orquestados por un camarada con alto cargo en la sede principal del Instituto Nacional de Deportes.
La noche en la que Luis Altuve, a quien le decíamos el Greñas porque lucía una cabellera alborotada a lo Bob Marley, me lo insinuó en una discoteca de Higuerote mi primera reacción fue de rechazo. Yo estaba por coronar a una tal Lucy, una cándida jevita de Propatria, de modo que le respondí tajante que el día que viajara al norte lo haría legalmente, con visa aprobada, la compañía de una chama y dólares para gastar. Se trataba más de una muy bonita declaración de principios que una apuesta con todas la de perder frente a una realidad que Hugo Chávez se encargó de afear, engorilado como andaba ese tipo, bramando cada domingo contra el imperio yanqui, denostando a quienes preferían escuchar a Coldplay antes que tararear a Cristóbal Jiménez con aquello de «quiero comprar para ti una casa bella».
Yo no esperé como Pedro, el apóstol, a que el Greñas me lo preguntara tres veces. Es decir, cuando nos topamos por casualidad en el metro y el bicho me dijo «marico, te estás perdiendo el sueño de tu vida», yo no presté atención en lo que decía sino en la guaya de oro que le colgaba debajo de su camisa Versace original. Entonces no me bajé en la estación La Yaguara, sino que seguí rumbo a Las Adjuntas para valorar mejor la propuesta.
El Greñas hablaba como un scout de beisbol en búsqueda de prospectos para llevarlos a las grandes ligas. De manera que me bastó con que obviara el cómo y me repitiera el cuánto, con esa fila de cero espantosos en dólares para que sin pensarlo le dijera, «está bien mi pana, cuenta conmigo».
Para ese entonces la DEA operaba a la libre en Venezuela hasta que llegó el Comandante y mandó a parar. Entendí que el negocio se había ralentizado por la presencia de unos colombianos y panameños empeñados en montar empresas en un país que cada domingo, después de los Aló Presidente, asomaba al día siguiente en la bolsa sus números en rojo.
Una nueva reunión con el Greñas y ya formaba parte del equipo nacional juvenil de esgrima. Es decir, pasaporte, acreditación internacional, uniforme deportivo y hasta mis macundales para competir en un torneo continental que se realizaría en Nueva York. Después de una fase de entrenamiento no en florete sino en cómo tragar sendos pedazos de zanahoria y uva sin masticar ni salivar pasé a una suerte de prueba psicotécnica en la que supuestos policías gringos me abordarían al salir del avión y tratarían de montarme una guerra de nervios para que yo me cabreara y terminara de rodillas, llorando y pronunciando la frase archiconocida de «yo no quería hacerlo, señor». Okey, según el Greñas no pasé con 20 pero sí aprobaron mi condición de mula primeriza, una aventura por la cual, antes de que arribara el día, pasé todas las noches rezando y pidiéndole al santo de mi mamá que no me fuera a fallar.
¿Todo bien?, inquiría el Greñas. «Sí vale, esta vaina es un paseo», respondí al pana quien viajaba conmigo también cargado. Pero me ponía un pelín nervioso cada vez que me repetía las instrucciones de no tragar saliva, no beber nada y ni siquiera ir al baño a refrescarme la cara. Así lo hice porque al final la cuenta que había abierto a nombre de mi primo en Miami certificaba los seis mil dólares que me pagaba una empresa de Illinois por supuestos trabajos de ingeniería y refacción realizados en Caracas. Qué más podía pedir si el viaje fue de lo más sabroso y debí contenerme de la emoción cuando miré por la ventanilla y supe que nos aprestábamos a aterrizar.
En el vuelo había conocido a una chama de Trujillo que viajaba con los demás compañeros del equipo de esgrima, y como proveníamos de diferentes ciudades éramos pocos los que nos conocíamos entre sí o conversábamos de técnicas y de las ansias de conseguir los 15 golpes para volver a casa con una medalla. Esa trujillana, Natalie, una chama de 17 y aplanada como una tabla de surf, se negó a hablar de la competencia porque no quería entrar tensa al torneo. Yo dije lo mismo y acordamos que después del campeonato nos viéramos en Caracas, que yo la llevaría a una discoteca y después a una playa. «Para una playa sí que me gustaría, pero no para una discoteca… yo en música soy fatal y lo único que me sé es esa que dice para bailar la bamba, me respondió con un candor que no lloré de la emoción porque explotaría la bomba que llevaba dentro.
¿Qué más quiere que te diga? Aterrizamos. Todo bien. El Greñas y yo nos mezclamos con los demás atletas, mostramos pasaporte y acreditación del IND, salimos del avión, recorrimos entre las risas de los otros el túnel que nos conectaba con el aeropuerto, hicimos la cola, abrimos las valijas otra vez y ya estábamos afuera. Mientras caminábamos con los chamos del equipo, Greñas ordenó que nos separáramos tranquilamente, como quien se distrae y buscáramos los contactos. «Acuérdate, guevón, que el tuyo es Sweet Hotel», dijo y se esfumó. Entonces empezó lo bueno. Me dediqué a ver la infinidad de cartelitos de ubicación y bienvenidas hasta que precisé al hombre, un tipo delgado, de mostacho y camisa azul y corbata azul. Parecía un testigo de Jehová clamando por la llegada del Señor. Me dirigí hacia él con paso firme, serio, sin mostrar emoción alguna, hasta que escuché esa voz pero no era la de Jesús.
«¿Pasa algo, amigo?», inquirió con tono cordial, pero severo, el policía en un español que delataba el acento cubano, al tiempo que su pareja de ronda se ubicaba detrás de forma estratégica lo que encendió las alarmas del hombre del cartelito quien en un instante desapareció. No esperaba la presencia de los agentes justo cuando acababa de pisar el aeropuerto. Me calmé, intenté sonreír y creo que dije «no» moviendo la cabeza. Luego sobrevino el miedo.
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Estaba en el JFK y era ese mi primer viaje a Estados Unidos. Cuatro horas antes había subido en Maiquetía al avión de American Airlines, junto a mi pana el Greñas y ahora estaba solo. El policía con acento cubano me preguntó de nuevo si pasaba algo, y recuperé el aliento para responder que no, que me había distraído y no hallaba a los compañeros del equipo de esgrima. El otro, que hasta ahora no había pronunciado palabra alguna abrió la boca para indicarle al compañero que por qué no me invitaba a tomar un vaso de agua porque notaba en mi cierta ansiedad. Lo observé con gesto de recriminación, con ganas de preguntarles, bueno ¿donde están mis derechos como ciudadano y deportista? Pero no pude articular palabra alguna. Sentí que se activaban las glándulas salivares y pensé en los ocho dediles de cocaína en estado tal de pureza que si hacían contacto con algo húmedo no obtendría otra sentencia que el final de mi existencia. Entonces sin desearlo maldije mi mala leche y sin querer me trasladé a la noche aquella en la discoteca de Higuerote cuando el Greñas me contó, mientras se fumaba un porro, que había descubierto el modo de montarse en miles de dólares, sin matar a nadie ni inversión económica y sin ningún riesgo. Levanté las manos, les confesé lo que llevaba y al mirarlos de lo nervioso que estaba me puse a cantar «para bailar la bamba se necesita…».
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España