Parábola quisqueña, por Simón Boccanegra
El domingo 16 de mayo hubo elecciones presidenciales en República Dominicana. El candidato del opositor PLD, Leonel Fernández, ganó con el 56% de los votos. La Junta Electoral Nacional, dominada por el oficialista PRD, guardó durante horas un sorprendente silencio y mientras en algunos sitios brigadas armadas del PRD comenzaban a robar urnas electorales, la tensión subía aceleradamente. A todas estas, el PLD y su candidato mantenían una ejemplar serenidad. Ni gritos de fraude ni llamados a «coger la calle». Vela de armas, eso sí. La intervención de los observadores internacionales, encabezados por la OEA, cuyos representantes aparecieron alrededor de las 9 de la noche en TV, flanqueando al muy respetado monseñor Agripino Rojas, que, sin decir quién había ganado, sugirió al PRD respetar los resultados, fue decisiva. Pasadas las 11 de la noche, sin que todavía la Junta Electoral hubiera proporcionado ninguna información, Hipólito Mejía reconoció el triunfo de Leonel. La disciplina del PLD, el temple de sus dirigentes, unidos a la seguridad del triunfo, habían vencido la tentación de caer en la trampa de la violencia callejera, perfectamente conscientes de que un zafarrancho sólo habría servido a los intereses de los pescadores en río revuelto. El ganador no se atoró ni se lanzó a celebraciones prematuras, en un ambiente cuya crispación permitía presagiar sangre, y el perdedor supo reconocer la derrota. En fin de cuentas, todo indica que el asunto fue cuestión de madurez, en ambos lados.