Pedir perdón, por Carolina Gómez-Ávila
Autora: Carolina Gómez-Ávila | @cgomezavila
En enero de este año, durante la visita papal a Chile, Francisco pidió perdón por los casos que ese país ha registrado de sacerdotes católicos pederastas en los últimos 15 años: «No puedo dejar de manifestar el dolor y la vergüenza que siento ante el daño irreparable causado a niños por parte de ministros de la Iglesia».
En el acto que culminó con la firma del acuerdo de paz de Colombia, en 2016, millones vimos por televisión a “alias Timochenko” pedir perdón “a todas las víctimas del conflicto por todo el dolor que hayamos podido causar en esta guerra», refiriéndose a la que duró 52 años.
En 2015, el inglés Tony Blair pidió perdón “por el error a la hora de entender lo que ocurriría tras la caída del régimen de Irak” vinculando la guerra de 2003 con el surgimiento de Dáesh.
En 2010, el entonces presidente estadounidense Barack Obama llamó por teléfono a su colega de Guatemala, Álvaro Colom, para pedirle perdón por los experimentos en los que guatemaltecos fueron infectados intencionalmente con sífilis y gonorrea entre 1946 y 1948. En abril de 2015 pidió perdón y asumió toda la responsabilidad por la muerte de 2 rehenes de Al Qaeda asesinados por error en una operación de rescate en Pakistán. En octubre del mismo año le pidió perdón y le ofreció sus condolencias a la presidenta de Médicos Sin Fronteras por los 22 civiles muertos y por los heridos a causa de un ataque estadounidense a un hospital afgano.
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En 1998, Bill Clinton se dirigió a su país en horario estelar para referirse a las relaciones sexuales que mantuvo con la becaria Monica Lewinksy en el Despacho Oval de la Casa Blanca: “En realidad, fue un error. Constituyó un muy grave error de juicio y una falta personal de mi parte, de la cual soy total y únicamente responsable. Lamento profundamente haber engañado al pueblo de Estados Unidos y a mi familia por haber ocultado una relación no apropiada. Soy el único responsable».
En 1992, Juan Pablo II pidió perdón por la condena injusta de Galileo Galilei, cuya ejecución se materializó por órdenes de la Santa Inquisición en 1633.
Sin importar la sinceridad de los protagonistas de estos pocos casos ni las reacciones -siempre divididas- que produjeron, todos obtuvieron beneficios de pedir perdón.
Pedir perdón es un acto profundamente político que funge de hito para impedir el retorno a posiciones y a alianzas anteriores. Su alcance no depende del daño infligido ni de qué tan distantes en el tiempo estén los hechos con los que se le relacione, pero sí parece depender de que se respete un procedimiento específico:
Dejar ver la turbación que produce haber causado daño a otros, explicar en qué consistió la propia culpa, reconocer la responsabilidad, mostrar arrepentimiento, ofrecer reparación y, finalmente, pedir perdón. Sí, así, con esas claras y directas palabras.
Algo que el chavismo, y quienes ascendieron al poder con él, no aprendieron ni a lo que parecen estar dispuestos y que, sin embargo, es indispensable que sus disidentes hagan antes de seguir invocando una unidad “superior” y una supuesta aspiración de reconciliación. Y si pedir perdón es su obligación, la nación está obligada a perdonarles apenas lo pidan, porque fue la nación quien llevó al chavismo al poder y quien lo mantuvo allí mientras se bebió las mieles, aunque ahora vomite las hieles.
Esto no lo han comprendido Luisa Ortega Díaz, Gabriela Ramírez, Miguel Rodríguez Torres ni Henri Falcón, por mencionar a unos pocos. Y sospecho que si se les pregunta podrían decir que no tienen por qué pedir perdón. Hace cosa de un mes Luisa Ortega Díaz estuvo cerca: “si en algún momento tuviera que pedir perdón, se lo pediría a los venezolanos”; un si condicional más que ofensivo.
Les faltan asesores que comprendan el beneficio político de actuar con integridad. En vez de ética exhiben prepotencia, pulsión por humillar antes que ganar en buena lid y un sorprendente racismo.
En virtud de su aspiración presidencial es urgente que Henri Falcón pida perdón por su cuota de responsabilidad en la llegada al poder de un proyecto antirrepublicano y antidemocrático (“no volverán”, “esta revolución llegó para quedarse”, “no se confundan: esta es una revolución pacífica pero armada”) del que también debe abjurar, deber pedir perdón por su contribución activa o por su complicidad silenciosa ante la corrupción de ese Gobierno y debe pedir perdón por sembrar odio al permitir que su equipo le victimice con falaces motivos raciales según los cuales una supuesta “supremacía blanca caraqueña” lo rechaza por ser “hijo de un conuquero”.
No es posible dar crédito a palabras de unidad y reconciliación de quienes se valen de estas sucias estrategias. Y no les queda más que pedir perdón o dejarnos claro que son tan ruines y perversos como parecen.