Pequeñeces, por Gisela Ortega
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La estatura de la persona no está relacionada con el grado de su inteligencia. De acuerdo a libros y textos consultados, la inteligencia se ha definido de muchas maneras: “es la facultad de la mente, que incluye la capacidad de lógica, comprensión, aprender, entender, razonar, tomar decisiones, pensamiento crítico, resolución de problemas y formarse una idea determinada de la realidad”.
Si penetramos desde la imagen del cuerpo, desde la arquitectura humana hacia adentro, nos encontramos con hombres pequeños, en su figura exterior, que poseen una talla intelectual de gigantes: Bolívar, Napoleón, Mahatma Gandhi, Mozart, y Schubert, entre otros, que hicieron historia, y dejaron huella de las obras que realizaron y su lucha por un ideal.
Y porque las palabras suelen tener una multiplicidad de sentidos que residen en ellas estratificadas y son en definitiva y originariamente, la reacción verbal a una situación vital típica integrante de nuestro vivir, resulta inevitable que, al hablar de “pequeñeces”, pensemos en la más frecuente de todas: la pequeñez del alma.
También las almas tienen diferente formato: hay almas grandes y pequeñas, que convierten a quienes las albergan en pequeños hombres grandes, en grandes hombres pequeños o en pequeños hombres pequeños.
Vivimos anegados en un mar de pequeñas y grandes pequeñeces; ahogados y asfixiados en un mundo donde seres pequeños se revuelven contra todo ser grande que sobresalga y descarga sobre él su odio y su envidia; donde los valores de la inteligencia se desconocen y no se perdonan; donde existe un resentimiento contra toda posible excelencia y una inmoral parcialidad en favor de lo pequeño, al preferir lo inferior a lo superior; donde se palpa una permanente subversión de lo que vale menos contra lo que vale más; donde se detesta a los individuos íntegros y se acepta, tan solo, a los moldeables; donde no se rinde honor a los méritos sino que se les ataca; donde cada día adquiere más predominio la moral de las almas mediocres, dedicadas a aplastar todo germen de superioridad y de grandeza; donde cualquier magnanimidad al juzgar a un congénere se destruye con un “sí, pero…” o un “lastima, que…; donde encubiertos complejos de inferioridad llevan a regatear la generosidad.
Las pequeñeces impiden lo grande. Por eso vivimos en la mediocridad: porque la única condición aceptable para salvarse de la pequeñez es el ser o hacerse mediocre, el estar solo dotado de pequeñas dosis de virtud o el poseer valores ínfimos. Ser mediocre, en suma, es no ver en sí ni en nadie valor alguno y negarse a la mínima iniciativa de crecer. La medianía es lo que nos impide crecer y aspirar a tener ideales entre nosotros. Al no ser capaces de percibir, tolerar o aceptar las excelencias del prójimo, se impide el perfeccionamiento del individuo, ya que la admiración a lo insigne trae consigo el deseo de alcanzar para sí la misma virtud y ser, a la vez, admirados. Por eso el mundo parece haberse vaciado de prestigios y de glorias.
Hay ámbitos de pequeñez, medios donde proliferan más las pequeñeces: los profesionales, los artistas y los políticos.
Por pequeñeces, valiosos profesionales son marginados y segregados de la vida pública: no se les perdona su competencia, ni su trayectoria, ni sus conocimientos, ni el saberlos más allá y por encima de las contingencias de un cargo temporal o una elección.
Por pequeñeces se pisotean prestigios y se desconocen, o tratan de ignorarse, auténticos valores; como si fuera aceptable que pueda el hombre mediocre discutir al hombre grande el derecho a recibir honores y reconocimientos.
Por pequeñeces, y para compensar pequeñeces, es por lo que somos tan proclives a conceder honores póstumos; se puede ser generoso, porque desde la otra vida, no se entra en competencia ni se hace sombra.
Porque la estatura de un hombre no guarda proporción con el grado de su inteligencia, hombres pequeños pueden alcanzar una dimensión intelectual de colosos, pero, en lo que la dimensión del alma se refiere, nos sentimos rodeados de pequeños seres.
Tenemos la obligación de dejar de lado, la pequeñez, la mediocridad, y no limitarnos a contar la historia, sino hacer historia.
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Gisela Ortega es periodista.
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