Poderosa vigencia de un pensador del siglo XVIII, por Marta de la Vega
David Hume da claves para el fortalecimiento de las democracias, hoy tan amenazadas y frágiles en América Latina, las que subsisten, como Chile o Ecuador y las pisoteadas sin pudor, como en Cuba, Nicaragua, Venezuela y recientemente Bolivia. En sus Ensayos políticos, afirma, como Aristóteles, que el ser humano nace en sociedad y es por naturaleza un ser social. Por utilidad e interés público, es indispensable construir gobierno, leyes e instituciones como producto de convenios humanos, para asegurar pacíficamente la convivencia equilibrada de unos y otros e impedir la arbitrariedad en el ejercicio del poder o el abuso de fuertes contra débiles.
En “De la libertad civil” (1742), establece que debe haber Estado de derecho, es decir, el imperio de la ley por encima de los caprichos personales de un soberano: “que gobiernen las leyes, no los hombres”. Se requiere “una hábil división del poder”, a saber, independencia de poderes. Para que no haya despilfarro, endeudamiento excesivo ni déficit fiscal es indispensable “el manejo frugal del dinero público”. Y lo más importante, libertades: “la libertad es la perfección de la sociedad civil”.
Rechaza gobiernos absolutos y enfatiza sus inconvenientes. Son necesarias barreras que pongan límites a abusos que pretendan gobernantes hacia gobernados o estos, unos sobre otros. Se requieren marco constitucional, ordenamiento jurídico que regule la coexistencia social para asegurar legalidad, controles y contrapesos, así como las características y funciones de los poderes públicos en su ejercicio. Sin la efectiva vigencia de la Constitución, el que para Hume sería el más conveniente sistema de gobierno: “un gobierno republicano y libre sería un evidente absurdo si los dispositivos de verificación y control que la Constitución prevé carecieran en realidad de eficacia, y si no se consiguiera que incluso las malas personas actuasen en pro del bien común”.
Esa forma de gobierno resulta, no de la improvisación de los gobernantes sino del conocimiento y destrezas, además de la honradez: “Tal es la intención de estas formas de gobierno y tal es su real efecto allí donde están sabiamente constituidas”. Si no, se desemboca en la anarquía y la anomia:
“Mientras que, por el contrario, son la fuente de todo desorden, y de los más negros crímenes, allí donde han faltado la habilidad o la honradez en su marco e institución originales”.
En su tiempo, superar el absolutismo significaba adoptar una forma moderna o “civilizada” de gobierno, una monarquía constitucional: “Cabe afirmar ahora, respecto a las monarquías civilizadas, lo que anteriormente solo se decía en relación con las repúblicas: que son un gobierno de leyes, no de hombres”.
Electos por voto popular, dichos gobernantes no pueden mantener vitaliciamente o indefinidamente el poder: “es una necesaria precaución, en un Estado libre, cambiar con frecuencia a los gobernadores. Se evitan impunidad y rapiña.
Al referirse Hume a la república romana, cuando se implanta únicamente un poder popular, “que daba al pueblo todo el poder legislativo, sin permitir una voz negativa a la nobleza ni a los cónsules”, este poder ilimitado que tenía el pueblo colectivamente, sin cuerpo representativo que canalizara sus demandas, desembocaba en lo que hoy llamaríamos populismo y demagogia de los gobiernos; los aspirantes a ocupar posiciones públicas necesitaban complacer a las multitudes, aunque fueran las más despreciables, por ser las más numerosas, ya que ganaban casi todas las votaciones.
Así, surgían clientelismo y amiguismo, asistencialismo interesado para obtener votos. Ellas “eran mantenidas en la holganza mediante la distribución general de grano y los sobornos especiales que recibían de casi todos los candidatos”. De este modo “se tornaban más licenciosas cada día, y el Campo de Marte era el permanente escenario de tumultos y sedición: esclavos armados se mezclaban entre estos ciudadanos corruptos, el gobierno caía en la anarquía…”. En tal condición, “la mayor felicidad que cabía esperar a los romanos, era el poder despótico de los césares”. Si prevalecen demagogia y grupos paramilitares al servicio del régimen, se impondrán siempre despotismo o tiranía.