Productividad, por Humberto García Larralde
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El inicio de año suele acompañarse de esperanzas de mejora, como si las trabas y malas energías que frustraron nuestras aspiraciones el año pasado se hubiesen ido con él. Quizás por razones de fe, emergen expectativas positivas: no merecemos las penurias a que nos ha condenado el chavo-madurismo. Bienvenidas sean, si ello se plasma en una disposición de lucha por superar las dificultades que agrian nuestro derecho a una vida mejor.
Y este ánimo parece inaugurar el 2023; multitudinarias manifestaciones de docentes en pueblos y ciudades a lo largo de la nación y también de los Sidoristas en Guayana, protestando en contra de sus deplorables condiciones de vida y de trabajo. Pero, a juzgar por la visión edulcorada de «recuperación» que presentó Maduro la semana pasada en su Memoria y Cuenta, tales movilizaciones no tendrían razón de ser. ¿Realmente se recupera el país bajo Maduro?
La economía fue descrita como ciencia «lúgubre» (dismal) por parte del filósofo escocés del siglo XVIII, Thomas Carlyle. Aunque nos tilden de «aguafiestas», debemos señalar que la superación de la miseria material de las mayorías venezolanas no será sin incrementos sostenidos en la productividad. Es decir, sin una aplicación cada vez más eficiente de los recursos a nuestra disposición para producir los bienes y servicios que requerimos. Y por integrar una economía globalizada, esta eficiencia debe reflejarse en ventajas competitivas en suficientes sectores como para pagar por nuestras importaciones.
Solemos obviar esta verdad básica, porque fuimos amamantados en la idea de que teníamos a mano una riqueza inagotable –la renta petrolera– que eventualmente vendría al rescate. Las políticas de reparto dispendioso de Chávez, junto a la temporada de caza (de rentas) que abrió el desmantelamiento de las instituciones, afianzaron tal visión. Pero también destruyeron la gallina de los huevos de oro.
Incrementos en la productividad de una empresa resultan de la inversión en maquinarias y equipos mejorados, la mayor preparación de su fuerza de trabajo, la optimización de sus procesos de procura, manejo de inventarios y venta, y de una organización y una gerencia ágil y abierta. Éstos y otros aspectos engloban la incorporación, por distintas vías, del progreso tecnológico. Suelen entenderse como el ámbito de acción de la propia empresa. Pero la instrumentación de estas mejoras está sujeta a incentivos, expectativas y posibilidades de financiamiento, amén de las condiciones del entorno que permitan su desempeño exitoso. En Venezuela este contexto es, como sabemos, muy adverso.
Además de enfatizar medidas propicias a la innovación y al fortalecimiento competitivo de empresas particulares, es menester identificar las trabas (deseconomías externas) que tanto merman el uso eficiente de los recursos existentes y que desincentivan el trabajo creativo. Si bien la liberalización de precios y del uso de divisas ha permitido iniciativas particulares alentadoras –la necesidad es la madre de la inventiva—, son apenas una sombra de las potencialidades que representa la vasta subutilización de recursos productivos, resultado de la destrucción urdida por la gestión chavo-madurista.
Un paso básico para poder aumentar rápidamente la productividad del país como un todo es lograr el mayor aprovechamiento posible de la inmensa capacidad ociosa del aparato productivo doméstico, tanto del campo como de la ciudad. Idealmente, aumentaría significativamente el producto sin tener que hacer importantes inversiones o sin incurrir en mayores costos.
Lamentablemente, no es así, dado el grado de destrucción del tejido industrial, la desaparición de proveedores y de servicios especializados, la emigración de mano de obra calificada y de talento profesional, la reducidísima capacidad financiera de la banca y, desde luego, el colapso de los servicios públicos y de la infraestructura física.
¿Cuánto pierden talleres, fábricas o comercios, por la caída del suministro eléctrico, del agua o del gas, o por tener que adquirir una planta eléctrica de emergencia? ¿Cuál es el costo para un negocio pequeño, de un transporte encarecido por las esperas interminables para cargar combustible? ¿Cuánto añade al precio final de la producción agrícola el mal estado de los caminos, la falta de gasolina y reponer el matraqueo de la Guardia en los peajes? ¿Cómo lidiar con los bajos salarios, las fallas de transporte, la inseguridad personal y el deterioro de los servicios de salud que tanto perjudican a los trabajadores?
En fin, la lista puede alargarse mucho más. Los empresarios, en épocas mejores, ya se referían a estas deficiencias como «el costo Venezuela», que lastraban su competitividad. Hoy la situación es mucho peor; un país destruido y un Estado desguazado y, por tanto, incapaz de responder apropiadamente a los problemas nacionales. Además, debe sumarse las comisiones, extorsiones, robos y corruptelas que, amén de la inseguridad en general, pechan las actividades productivas. En ausencia de restricciones cambiarias y arancelarias, la existencia de este «costo Venezuela», inflado, hace que la sobrevivencia de muchos negocios dependa de las bajas remuneraciones a sus empleados y trabajadores, muy inferiores a las de nuestros vecinos latinoamericanos. Por más eficiente que sea una empresa en sus actividades internas, su mayor productividad es anulada por estas deseconomías externas «revolucionarias». Obvio que, en estas condiciones, no puede aspirarse a aumentos apreciables en el ingreso de la población.
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Pero Maduro y sus cómplices se evaden construyendo un mundo de fantasía que hace desaparecer tales «menudencias». Inventan una cifra descomunal de pérdidas atribuidas a las sanciones –¡232 mil millones de dólares desde 2015!—para ocultar su responsabilidad en la pauperización de los venezolanos. Sucede que la prohibición de operaciones financieras a través de la banca de EE.UU. es de 2017, año en que Venezuela entró, de hecho, en default, por no poder servir la enorme deuda acumulada por Chávez y su pupilo.
Para ese año, el BCV registró un PIB que se había reducido en más del 36% durante la gestión de Maduro en la presidencia. Y las sanciones petroleras se aprobaron en 2019. Para entonces, según cifras oficiales, la producción de crudo apenas superaba la tercera parte de la de 2012. La caída estimada del PIB –porque se dejaron de publicar cifras oficiales—rozaban el 60%.
Y no se detuvo hasta 2021, cuando el valor de las actividades económicas en el país se había encogido a la cuarta parte del de 2013. Maduro ahora alardea que el año pasado la economía creció en un 15%. Suponiendo, incluso, que esta cifra fuese creíble, implicaría recuperar sólo un 3,75% de lo que se produjo en 2013. Sabemos, además, que este incremento fue aprovechado por muy pocos. Al cerrar 2022 la inflación se había comido buena parte de los aumentos salariales de marzo, y el salario mínimo había caído a menos de siete dólares mensuales, unas 50 veces inferior al promedio latinoamericano.
El gobierno de Maduro amenaza con anunciar nuevas medidas salariales, aquellas que, sin mejoras en la productividad, se financiarán con emisión monetaria, combustible para la inflación. Porque, en ausencia de la restitución de las garantías, derechos a la propiedad, resolución ágil de disputas, financiamiento, recuperación del crédito internacional y de la capacidad del Estado –con rendición de cuentas y transparencia en su gestión–, Venezuela continuará sumida en la trampa en que la colocó el chavo-madurismo.
Y no puede quedar fuera el pisoteo de los derechos humanos, con unos doscientos cincuenta presos políticos, emisoras cerradas y represión. Ello es consustancial a esa trampa, construida con las alianzas tejidas por Maduro para mantenerse en el poder, cuya base es el desmantelamiento del Estado de derecho. El régimen de expoliación instalado no es un accidente; tiene poderosos dolientes, sobre todo entre el reducido grupo de militares traidores que controlan la cúpula castrense.
Recuperar la capacidad productiva de petróleo tardará años y requerirá la inversión de decenas de millardos de dólares. Sanear el Estado y poner a funcionar los servicios públicos, requiere también de recursos mil millonarios, que sólo la banca multilateral puede dar. Y las inversiones, tanto nacionales como extranjeras, apenas se asomarán, de no haber cambios fundamentales en la situación del país. Y sin ello, la productividad global de nuestra economía permanecerá en el subsuelo y, con ello, las remuneraciones de todo aquel que no esté bien enchufado.
Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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