Propietarios de derechos, por Carolina Gómez-Ávila
Autor: Carolina Gómez-Ávila | @cgomezavila
Si discurrieran con tal honradez de principios, métodos y fines que pudieran sorprenderse de sus conclusiones y las ofrecieran al resto incluso si atentaran contra sus intereses, pediría a intelectuales juristas, filósofos y politólogos un debate público para ventilar si los derechos son o deberían ser tratados como una propiedad y en tal caso, de qué tipo. Pero como echo de menos la honestidad intelectual tanto como a Caracas mientras camino en ella, prefiero pedir esta reflexión íntima a los ciudadanos.
Noto que los derechos son ejercidos como se ejerce la propiedad de un bien; esto es, de manera que el titular se reserva el disfrute de su uso y beneficios –incluido el comercio– hasta convertirlos en excepcionales bienes: los únicos que pueden venderse una y otra vez, sin perderse.
Los activistas en favor de los derechos de las personas nos narran una historia de conquistas –y estoy convencida de que en efecto, su reconocimiento es una conquista– pero no siempre los asocian a la responsabilidad ulterior que tiene su uso con respecto al conjunto en el presente y en el futuro. Que por el mero hecho de existir tengamos derechos parece un asunto personalísimo y no social, más bien funge de consuelo para aquellos a quienes no se les pueden ofrecer riquezas. Y aquí nace la confusión, aquí el abuso y el despilfarro.
Parece que desapareció la necesidad de evaluar si los efectos de lo que hacemos con nuestros derechos son buenos o debidos; si lo son las acciones en sí mismas y si hay virtud en su ejecución. Todo quedó resumido a un análisis binario: se tiene o no se tiene derecho a realizarla.
Cosificados los derechos, es natural que los tratemos como solemos tratar nuestras pertenencias: mejor o peor en tanto apreciadas, bien sea por el esfuerzo que nos costó obtenerlas tras un prolongado anhelo, bien por la utilidad que consideremos nos proporcionará. Así hacemos uso de ellos con sentido austero o los dilapidamos. Abrazamos la creencia vana de que no se agotan, de que por más que se les maltrate seguirán ahí y de que podremos seguir canjeándolos por prebendas o disponiendo de ellos caprichosamente. A fin de cuentas, nadie nos pide que rindamos cuentas de ello y eso es lo medular.
Si la ciudadanía –constitucionalmente definida como el ejercicio de los deberes y derechos políticos– fuera un cargo público del que tuviéramos que rendir cuentas, ¿trataríamos de igual modo nuestros derechos? ¿Y si juzgáramos nuestro ejercicio ciudadano con el mismo criterio con el que juzgamos el ejercicio público de los gobernantes? ¿Y si fuéramos objetos de sanciones por su incumplimiento?
Como crecí con una Constitución en la que el voto era un deber y un derecho, cuando en 1999 me relegaron del deber ya estaba formada para tratar mi derecho con responsabilidad republicana, entendiendo que en mi voto está el destino de la nación.
No veo nada de esto en las generaciones posteriores a la liberación del deber. Ejercen su derecho tan arbitrariamente como un tirano, sin vínculo de responsabilidad con la sociedad. Lo miran como un instrumento de canje –hoy muy barato: comida, medicinas– o como fórmula de premio o castigo; y se ufanan bochornosamente de hacer con él lo que les dé la gana. Cuando aquellos a quienes los griegos llamaban idiotas son obligados a interesarse en la política, devienen en clientes y conciben sus derechos como una propiedad sin detenerse en el perjuicio que causen al conjunto ahora y en el porvenir.
Quizás algún día la ciudadanía adquiera el lugar que le corresponde y no la veamos como un título al que tenemos derecho sino como un cargo público. Desde esa hipotética posición veríamos discurrir la política con mucho más respeto y ejerceríamos con sentido de deber en vez de actuar como propietarios de derechos.
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