¿Protección de derechos o riesgos de autoritarismo?, por Lidis Méndez
La lucha contra el fascismo, el odio y la discriminación es un objetivo legítimo y necesario en cualquier sociedad democrática. Sin embargo, el proyecto de «Ley contra el Fascismo, Neofascismo y Expresiones Similares» que se encuentra en discusión en Venezuela plantea serias preocupaciones desde el punto de vista de los derechos humanos.
Si bien la intención declarada de prevenir la reproducción de ideologías antidemocráticas es loable en un gobierno que promueve el socialismo y no garantiza la separación de poderes, varias de las disposiciones contempladas en este proyecto de ley son excesivamente amplias, ambiguas y podrían terminar socavando libertades fundamentales como la libertad de expresión, asociación y participación política.
En primer lugar, es crucial que este tipo de legislación se apegue a los estándares internacionales, ya que estas regulaciones son fundamentales para preservar los valores democráticos y los derechos humanos a nivel global consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU. Específicamente, deben garantizar la protección de la libertad de expresión, la libertad de asociación y la igualdad ante la ley, sin discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.
Segundo, este tipo de ley debe cumplir con los estándares establecidos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el cual establece que «Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole» Cualquier restricción a estas libertades debe ser estrictamente necesaria y proporcionada.
Las propias definiciones de «fascismo» y «expresiones similares» son tan vagas y generales que podrían prestarse a interpretaciones más arbitrarias para acentuar la censura o criminalizar posturas disidentes perfectamente legítimas enfocadas en los derechos de subsistencia elemental, como por ejemplo organizar una protesta nacional para reclamar un salario digno. Prácticas tan amplias como «hacer apología de la violencia política» o «denigrar de la democracia» pueden ser utilizadas para acallar voces críticas.
El catálogo desmedido de sanciones penales y administrativas, algunas de ellas abiertamente desproporcionadas como penas de hasta 12 años de prisión y el establecimiento de inhabilitaciones políticas otorgan facultades discrecionales muy amplias para jueces y funcionarios para abrir el camino hacia posibles abusos y arbitrariedades, cuando algún otro funcionario en ejercicio del poder así lo solicite.
Por supuesto que el fascismo y la intolerancia deben ser enfrentados por medio de la educación, la cultura democrática y el diálogo plural. Pero las herramientas penales y restrictivas de derechos deben ser la última ratio, aplicadas con la mayor mesura y sólo en casos de extrema necesidad. De lo contrario, se corre el riesgo de que una ley bien intencionada termine convirtiéndose en un instrumento que fortalezca el autoritarismo.
Es necesario considerar que los tribunales internacionales de derechos humanos, como la Corte Europea de Derechos Humanos, han desarrollado una extensa jurisprudencia sobre cómo regular el discurso de odio y las actividades extremistas sin vulnerar los derechos fundamentales. Estos lineamientos debieron ser considerados al momento de la redacción del proyecto de ley.
Finalmente, es indispensable tener en cuenta que un pueblo no puede convivir en paz o mantener la tranquilidad publica cuando sus estómagos arden por el hambre, cuando debe tolerar seis horas sin servicio eléctrico, cuando arrastra una bombona de gas por más de cuatro cuadras, cuando debe pagar multas en el servicio eléctrico que quintuplican su salario básico, cuando padece dolencias y enfermedades por carecer de los medios óptimos y eficientes para ser tratados, cuando observa el lujo desmedido y el privilegio de las burocracias gobernantes.
Lo mínimo que los venezolanos podríamos esperar de las leyes de este tipo, es que se apliquen a todos por igual y no solo a la disidencia política del gobierno de turno, que cuente con mecanismos de rendición de cuentas y supervisión para evitar abusos o aplicaciones arbitrarias por quienes detentan el poder y que contemplen procedimientos claros de revisión judicial y garantías procesales para las personas afectadas.
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En conclusión, las leyes contra el fascismo y el neofascismo deben estar alineadas con los estándares internacionales de derechos humanos, respetar las libertades fundamentales y contar con salvaguardas institucionales para su correcta implementación. Solo de esta manera se podrá combatir eficazmente estas ideologías sin menoscabar los principios democráticos.
Lidis Méndez es politóloga.
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