PSUV: chatarra política, partido de gobierno, por Alonso Moleiro
La dirigencia nacional del PSUV, el partido que le ha tocado administrar el poder durante todos estos años, pudo haber obrado de forma muy distinta cuando a todo el país le vino quedando claro que el ciclo de predominio que han ejercido en este tiempo estaba por tocar su fin.
La decadencia del momento venezolano actual guarda relación directa con la pobreza conceptual y la irremediable mediocridad en materia de horizontes conceptuales de la mayoría de sus miembros.
Siendo ésta una organización en estado adolescente, que parece suponer que todo se lo merece, nadie tuvo previsto qué hacer cuando se apagara la estrella del arraigo popular. En el chavismo parece que se figuraron que el poder constituye un activo mágico, un supuesto natural, un dictamen inexpugnable, sobre el cual no tiene sentido hacerse preguntas, similar al misterio de la Santísima Trinidad.
No se quiso comprender que el ejercicio del gobierno trae consigo, de forma inercial, procesos de desgaste que suelen reciclarse con períodos en la oposición que terminan siendo saludables para cualquier organización que quiera mantener su vigencia. Que la alternancia en el poder es una conquista de la civilización que también puede calzarle a los partidos de la izquierda ortodoxa.
Nadie advirtió que el espíritu republicano que tanto apasionara a Simón Bolívar –al Bolívar de “Moral y Luces, nuestras primeras necesidades” – consiste en comprender, en su complejidad, los contenidos y matices de la totalidad nacional.
Por eso es que se afirma con tanta frecuencia que los partidos políticos no son “clubes de amigos”. Los partidos modernos no son los bandos de aquel que ha decidido tener la razón. Sobre la discrepancia como hábitat del debate público debe haber una preocupación compartida en torno al criterio superior del interés nacional. Sobre este supuesto es que descansa el espíritu constitucional de estos tiempos, y tal circunstancia incluye a la Constitución del 99.
El PSUV pudo haber optado por haber sido una formación de izquierda viva, en la cual los temas cotidianos se debatan, se produzcan diagnósticos técnicos y los puntos de vista no tengan una dimensión religiosa. Debió ser un espacio en el cual se viertan tesis contrapuestas, se produzcan documentos conceptuales y se ejerza el cuestionamiento.
El chavismo pudo haberse decidido a analizar de forma autocrítica las causas de su fracaso, del mismo modo con el cual interpretó con tanta pasión las condiciones que hicieron posible su llegada al poder.
El Congreso del PSUV del año pasado debió incluir un análisis de las causas de la crisis venezolana que no los deje afuera cuando se trate de asumir responsabilidades. Eso era lo responsable y lo ciudadano. Habría sido muy aconsejable para la salud de la República que estos señores promovieran métodos consultivos, democracia interna, una renovación de su directiva y un análisis exigente de los resultados en la gestión de gobierno. La crisis en la producción petrolera, la pulverización del salario, la escalada del hampa, las oleadas migratorias de venezolanos al exterior. Todos son temas que demandaban atención y seriedad.
Por negarse a hacerlo, por empeñarse en tapar el sol con un dedo, por no tener panorámica ni elementos de juicio para hacer diagnósticos, o para diseñar soluciones alternativas, al PSUV le terminó sucediendo aquello que ni en sus peores pesadillas podría haberse podido figurar Hugo Chávez: la erosión del mandato popular. El fin del arraigo en las masas. El ocaso de la credibilidad y capital político. El más importante de todos los activos en el ámbito público.
Lo paradójico es que, como cuerpo político, el PSUV haya decidido ratificar como su jefe a el dirigente político que se ha encargado de hundirlo como proyecto: Nicolás Maduro. Las voluntades en el Partido Socialista Unido de Venezuela quedaron maniatadas bajo el primitivo criterio de lealtad, una cláusula que impide a militantes pensar con cabeza propia, en el cual la causa de la Revolución, asentada en un pacto de silencios, queda superpuesta por encima de los intereses de la mayoría.
El país pudo ver, en agosto del año pasado, al quedar instalado el Congreso del partido de gobierno, a un Diosdado Cabello enhebrando simplezas, pontificando vaciedades, vetando el debate interno, arengando a las masas y tratando a sus compañeros de partido como si estuvieran asistiendo a un camping de Scouts.
El chavismo tuvo tiempo para identificar su desgaste. Debió prepararse para cruzar su desierto en la oposición, tal y como lo ha hecho la Oposición venezolana, y todo movimiento político que sea minoría frente a la totalidad nacional. Debió asumir que la política de estos tiempos no es la de Lenin o Fidel Castro. Debió tener cabeza propia para resolver sus dilemas.
Hoy es un movimiento político opaco, enanizado y burocrático, sostenido por la voluntad antojada de las armas, que se ha quedado sin cartuchos y que todavía no se ha dado cuenta de su dimensión otoñal.