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¿Qué tan Neanderthales somos?, por Carlos M. Montenegro  



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Carlos M. Montenegro | agosto 4, 2019

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La aparición de hombre de Neanderthal fue, para el mundo decimonónico, algo así como si un salvaje desnudo entrara en una merienda de señoras victorianas, un verdadero escándalo. Hasta la comunidad científica lo consideró una monstruosa intrusión, mitad hombre, mitad mono, y un agravio en el buen nombre de la humanidad. Los Neanderthales adquirieron esa mala reputación porque fueron incorrectamente juzgados por los expertos de la época. Cuando tuvo lugar su descubrimiento, se le nombró Homo neanderthalensis, y fue clasificado como una especie distinta del Homo sapiens.

Desde el descubrimiento de sus huesos en 1856, hasta hace apenas 30 años, todos los paleontólogos lo consideraron una rama insignificante, y alejada del árbol genealógico humano, rechazándolo como candidato a antecesor del hombre, considerándolo demasiado aberrante y bárbaramente primitivo.

Sólo ahora se está rectificando este error. Nuevas investigaciones y el estudio crítico de las antiguas, que, según los criterios actuales, la mayor parte fueron mal hechas, han obligado a los hombres de ciencia a mejorar la imagen del Neanderthal

Los cráneos que se han encontrado posteriormente en Europa occidental contenían, en realidad, cerebros más grandes que los de algunos hombres modernos.

En la actualidad, algunos antropólogos los consideran no como unos especímenes con idiocia congénita, sino como individuos humanos con cerebros potencialmente complejos, que les toco vivir en sociedades primitivas. La rectificación más notable del pensamiento científico, sugiere que algún Neanderthal, o quizás todos ellos, son antepasados inmediatos nuestros,

Todo empezó en 1856 cuando se dinamitaban las laderas del Valle de Neander para obtener piedra caliza. Se encontraron los huesos antiguos entre los escombros obviamente humanos pero el grosor de los miembros y del hueso frontal era descomunal.

Sin embargo, un antropólogo alemán observó los huesos de las piernas del esqueleto, algo curvadas, y sugirió que pertenecían a un hombre que había pasado toda su vida a caballo. Con sorprendente detalle afirmó que aquel hombre fósil era un cosaco mongol de un regimiento de caballería zarista, que había perseguido a Napoleón cruzando el Rhin en 1814. Conjeturó además que el cosaco había desertado y que, enfermo de hidropesía, se había guarecido en la caverna del valle del Neander para morir.

Evidentemente, la comunidad científica de ese tiempo no estaba lista para aceptar la verdad acerca del hombre de Neanderthal y dieron por bueno el diagnostico. Los fundamentalistas religiosos sostenían que según la Biblia el hombre existía sobre la Tierra creado por Dios y nadie se hubiera atrevido a sugerir qué Adán y Eva eran descendientes de seres diferentes a los del hombre diseñado por el Creador. Semejante idea hubiese sido contraria la fe en la Creación: las especies no cambiaban nunca, y ciertamente no evolucionaban desde formas inferiores.

Pero esa idea de la creación sufriría pronto un formidable ataque: tres años después del descubrimiento de Neander, Charles Darwin publicó El origen de las especies, donde sostenía que la vida había evolucionado pasando de formas inferiores a otras superiores a través de innumerables milenios. Aunque no aseguraba que la humanidad hubiera evolucionado a partir de formas primitivas, se abría la posibilidad de concluir que aquel hallazgo podía ser el de un humano: el Hombre de Neanderthal.

Los hombres de ciencia se dividieron, aunque la mayoría no estaba dispuesta a aceptar que el fósil encontrado por el alemán en 1856 era antiguo. Para los conservadores fundamentalistas ese “hombre de Neanderthal” era una prueba incómoda y embarazosa que desmontaba la teoría bíblica de la Creación y se dedicaron a buscar «explicaciones» más acordes con sus propios planteamientos tradicionales.

Marcellin Boule un paleontólogo del Museo francés de Historia Natural, fue quien fijó la imagen del Neanderthal durante décadas. Se le asignó la tarea de hacer una reconstrucción detallada de un Neanderthal típico, a partir de otro conjunto de huesos descubierto en 1908. Pero Boule cometió una asombrosa serie de errores.

Colocó equivocadamente los huesos del pie, de modo que el Neanderthal hubiese debido andar sobre su parte externa, como un mono. Su reconstrucción de la columna vertebral carecía de la flexibilidad necesaria que permite al hombre moderno ir en posición erguida. La impresión que arrojó su informe era que se trataba un cruce entre un mono tosco y un jorobado que arrastrara los pies. Y el asunto no fue a más

El análisis de Boule fue aceptado universalmente, y casi todo el mundo convino en que los Neanderthal no podía ser antepasados del hombre moderno dado su aspecto de simio. Un científico de la época resumió la opinión general de la siguiente manera: “su cuerpo grueso y toscamente construido, sostenido por unas piernas cortas y semiflexionadas, tiene una forma particularmente fea. Una cara enorme, con el mentón huidizo, completa la poco atractiva imagen” (Sic). Y todos tan contentos.

Pero en 1957 las cosas dieron un nuevo vuelco. El antropólogo norteamericano William Strauss y un profesor inglés de anatomía, A. J. Calve, volvieron a examinar los fósiles que habían proporcionado la base a las tesis de Boule, descubriendo que este no sólo había reconstruido incorrectamente el esqueleto para darle, a propósito, un exagerado aspecto simiesco, sino que su postura agachada, con las rodillas flexionadas era tan errónea que, según todas las leyes de la física, si la reconstrucción de Boule si hubiese vivido, ¡se hubiese caído de narices!

Los especialistas en anatomía suelen utilizar una cierta licencia artística para reconstruir los tejidos que forman las caras. Los victorianos se pasaron bastante, usando esa libertad, para modelar al hombre de Neanderthal con los rasgos de un chimpancé.

Strauss y Cave descubrieron que el hombre de Neanderthal era muy humano, enmendando la plana a los «científicos» que durante décadas y más décadas mantuvieron la farsa, con o sin intención, estableciendo lo que hoy se llama “falsos positivos”, que no es otra cosa que embaucar a la gente.

La mayor parte de los antropólogos actuales creen que se debe de clasificar al Neanderthal como Homo sapiens, igual que el hombre moderno, de modo que, por fin, ha sido liberado de los malentendidos que duraron más de un siglo, y ya puede engrosar las filas de la humanidad.

Strauss y Cove declararon que, si fuera posible volverlo a la vida y “colocarlo en el metro de Nueva York, siempre que lo bañaran, afeitaran y vistieran con ropa moderna, no llamaría más la atención que cualquiera del resto de las personas”.

Los Neanderthales se extinguieron de forma brusca al mezclarse, se supone, con otra clase de “Homo sapiens”, pero es aceptado que los hombres modernos llevamos una pizca de su ADN en nuestros genes

Así que la pregunta no es baladí: ¿Qué tan Neanderthales somos?

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