¡Quieto en la acera!, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Si quieres que sea sincero, a veces siento una deuda con esos recuerdos de los cuales podría sacar músculo o exhibirme al menos afortunado por haber vivido lo que podrían llamarse “momentos estelares”, pese a que no pocas de esas experiencias tuvieron a la muerte como protagonista. No se trata, lo aclaro, de alguna evocación nostálgica para airear los colores del barrio pero qué duda cabe de cuántas lecciones se aprenden para sobrevivir, que es lo que estoy intentando explicar.
Viene a mí, por citarla, aquella noche en el pasillo del bloque tres, frente al apartamento de Carmen Hernández –a quien, por su adiposidad, le inventaron el apodo de Carmen Molotov–, cuando el despiadado Ganzúa aterrizó desde Los Eucaliptos y, sin hacer preguntas, disparó directo a la pierna de Frank al confundirlo con el tipo que se metió con su jeva.
Esa noche andábamos pegados a la radio. Venía a batear César Tovar y el corredor en primera había cogido la seña del coach de tercera –inolvidable Pompeyo Davalillo– cuando ese bicho cayó como un rayo y nos sorprendió con el «¡quieto, nojoda… todo el mundo pa la pared!», dicho así, a todo pulmón, con grito faltón y en clave carcelaria. La orden de que nadie se moviera nos cabreó y obedecimos.
Sin embargo, habituados a las pausas que surgen en mitad de tan frecuentes situaciones pregunté en voz baja «¿redada o atraco?», y Virgilio, quizás mi mejor amigo, contestó «esto es atraco, pendejo», y ganó la apuesta porque el grito de «pégate de la pared» no vino adosado a la frase: «¡cédula en mano!» que funcionaba en tales circunstancias como la señal para reconocer que se trataba de la autoridad.
Ahora ¿qué pasó luego de que el jefe de la banda de los rabúos interrumpió el sexto inning? Bueno, le disparó a quemarropa –por suerte le rozó– a la pierna de Frank, y todos mentalmente nos despedimos de los seres queridos, cada uno con su miedo y por separado, porque intuimos que el Ganzúa había venido a «matar una culebra» y al no encontrar a quien solicitaba debía como regla de oro dejar el mensaje de que estuvo ahí. Pero me tranquilicé al notar que admitía el error cuando Frank empezó a gemir como perro callejero que patean por atravesado.
Frank no paraba de lanzar alaridos, más para el teatro que para indicar que se moría. Bastó ese gemido aflautado, con tonalidades propias de un cagueta, con rostro pálido y contraído, todo un drama de Frank dedicado al Ganzúa quien se debatía entre la ansiedad y la frustración, para que se convenciera del error. Arrecho además sin admitir que había fallado de objetivo, luego de que Jenny le describiera la voz del tipo que le metió mano en la fiesta de Marisol como una voz gruesa, altanera, como si acabara de despertarse. El Ganzúa notó de repente una opresión en la garganta, echó la cabeza hacia atrás y trató de aclararse las ideas.
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Por otra parte nosotros no parábamos de temblar, y aun así Delio Amado León continuaba impertérrito, ajeno a nuestro drama, mientras Ganzúa insinuaba a los suyos no tener muy claro cómo acabar bien lo que había empezado mal. Sin abandonar su actitud todavía desafiante y manteniéndonos bajo su sicoterror, sacudió la cabeza, bajó la mirada y masculló algo. En el fondo dejaba al descubierto el sentimiento de alguien exasperado, ardiendo en la rabia porque se sentía irremisiblemente perdido. En algún instante de ese alargado pánico, creí oír que César Tovar acababa de batear una línea recta que chocó con la almohadilla de la tercera base y al rebotar saltó dentro del campo.
Lo que ignoro fue si el corredor anotó aunque escuché luego de refilón que nuestro César Tovar estaba instalado en segunda atormentando al lanzador con sus eternos amagos de robo de base. ¿Cómo va el juego?, preguntó Ganzúa, obstinado, sin ganas de hacer amigos. Richard volteó y se limitó al resumen: Industriales de Valencia le gana al Caracas 3 a 0, con el Látigo Chávez en la lomita. El sujeto hizo un esfuerzo para entender y escupió “¡Maldita sea!”, como si con la noticia asumía no solo que era caraquista sino que esa noche no parecía ser la suya.
En un despiste lo escudriñé y percibí algo de impaciencia. Finalmente su gente pasó al plan B: nos robaron las carteras, los relojes, las cadenitas baratas, y cuando estaban por montarse en las motos fueron interceptados por una patrulla que hacía el recorrido de rutina. Entonces ¡a correr todo el mundo! porque se desató la plomamentazón y hasta los policías no sabían quiénes eran los buenos y quiénes los malos.
A su vez un Delio Amado excitado nos decía que alguien corría como una bala de segunda al home. Nosotros hacíamos lo mismo, pero desde el pasillo de Carmen Molotov a la escalera de la letra A a fin de protegernos de la balacera que dejó a uno de ellos quieto en la acera y otros dos con heridas. Ahora que lo veo me recuerda el tema de Eddie Vedder «No dejes que nadie te diga que sólo es un juego, porque he visto a otros equipos y nunca es lo mismo#.
De manera que cuando volvió la calma, nos asomamos prudentemente y ahí estaba Ganzúa con dos balas a nombre de la PM. Una en el hombro y la otra en el pecho. El pobre hombre se ahogaba con su propia sangre hasta que dejó de moverse y yo pensé en el reproche que le correspondía a Jenny que lo había metido en imperdonable lío.
Luego sí, aparecieron los curiosos, los que tienen deuda con la justicia y observan desde la acera de enfrente o las viejitas criticonas que se quejan a la policía porque así no se puede vivir y que nosotros no les dejamos ver sus telenovelas con esa bulla cada vez que alguien mete jonrón. Llegaron más unidades policiales y en particular un tal inspector Urbina, gordo, serio, aspecto de mala leche, como si lo hubieran sacado de la cama.
Descendió del auto con pasmosa lentitud, preguntó por los testigos y un agente señaló hacia nosotros, apiñados en torno a Frank porque no llegaba la ambulancia para llevárselo. Urbina caminó con la gravedad que le concedía su panza prominente. Vacilante y en equilibrada soltura, como el péndulo de un reloj de pared, llegó hasta nosotros y preguntó ¡qué coño pasó aquí! Yo asumí la voz del grupo y cuando estaba a punto de dar mi versión, el inspector levantó el brazo y ordenó “¡silencio todos!” para oír a Delio Amado León que ensalzaba el triunfo de Leones 4 a 3, y entonces pensé en Ganzúa quien, en vez de estar tirado ahí, encharcado en su sangre, le hubiera valido más aplazar la queja de Jenny para más tarde y celebrar con nosotros el triunfo del Caracas. “Habla pues, chamo”, insistió el inspector, y cuando retomaba mi informe, dijo que apagaran la radio y masculló para sí con una voz que despedía hedor de cigarro y salchichas fritas, “¡maldita sea!”.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España