Rapsodia en agosto, por Gioconda Cunto de San Blas
Cada 6 y 9 de agosto, cada 7 de diciembre, Fuminori recordaba las fechas. Nacido en una población cercana a Hiroshima, tenía unos 8 años cuando Japón atacó Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 y 12 cuando su mundo cayó a la par de las bombas atómicas que Estados Unidos lanzara en agosto de 1945 sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, a tres días de diferencia una de otra, hace hoy exactamente 75 años, dando fin a la Segunda Guerra Mundial.
Con un dejo de melancolía, Fuminori volvía a sus imprecisos recuerdos infantiles. Al final, sus pensamientos en voz pausada y español quebrado confluían siempre en el horror a la guerra y la necesidad de la paz y la concordia para la sobrevivencia humana. Fuminori Kanetsuna era mi tutor, mi maestro, en los lejanos años de mi formación como estudiante graduada en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas.
Con los inocentes nombres de Little Boy (Muchachito) y Fat Man (El Gordo), las dos bombas (surgidas del Proyecto Manhattan, que reunió a la élite científica del momento) arrasaron en segundos las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, dejando a su paso más de 200 mil muertos y muchos más heridos, casi todos pertenecientes a la población civil.
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Al mes siguiente, la comisión científica norteamericana enviada a Hiroshima para evaluar los daños, “certificó” que en la ciudad no quedaba nadie enfermo por radiaciones. Con el tiempo, dos tercios de los sobrevivientes murieron de cáncer, como secuela de la radioactividad absorbida en esos días apocalípticos; setenta años más tarde, aun sobrevivían 83 mil en Hiroshima y 48 mil en Nagasaki, deformados por cicatrices queloides a consecuencia de las graves quemaduras producidas por la explosión.
Son los “hibakusha”, los enfermos atómicos, que recuerdan con su sola presencia lo que quiso ser olvidado.
Y olvidado estuvo. Hasta 1952, mientras duró la ocupación aliada en Japón bajo el mando del General Douglas MacArthur, cualquier intento de divulgar noticias, fotografías o dibujos relacionados con el cataclismo atómico fue censurado por el Código de Prensa. Por muchos años, la población japonesa ignoró la magnitud del daño ocasionado a su país y a ellos mismos; para los niños, entre ellos Fuminori, esa historia quedó reducida a un párrafo insignificante en sus libros escolares, junto con otros episodios bélicos que motivaron a Kana, joven nieta de hibakusha, a concluir que su país no solo fue víctima sino agresora.
Es precisamente a través de unos niños que Akira Kurosawa, el eximio director de cine, nos trasmite su deseo de hurgar en la tragedia, rescatar la historia y dejarnos un mensaje antibelicista. En su film “Rapsodia en agosto”, cuyo título he tomado para encabezar esta nota, Kurosawa nos invita a acompañar a cuatro niños que veranean con su abuela en las afueras de Nagasaki, 45 años después de los trágicos acontecimientos de 1945.
Frente a los restos de la escuela donde muriera su abuelo ese fatídico día, la nieta mayor explica a los más pequeños lo que ha pasado, les menciona que debajo de esa hermosa ciudad que pisan hay otra Nagasaki borrada por una bomba atómica, lo que deriva en una reflexión sobre el holocausto nuclear y la convicción de tejer un futuro en armonía entre los pueblos, que no necesariamente entre gobernantes. En una escena conmovedora, la abuela y sus nietos, de espaldas al espectador, en silencio contemplan la luna llena que limpiará sus mentes de las miserias del pasado.
El estallido de la bomba en Hiroshima dejó en pie la Cúpula de Genbaku que hoy forma parte del Monumento de la Paz. Ella no es solo un recordatorio de la fuerza más destructiva creada por el hombre en toda su historia, sino también una encarnación de los anhelos de paz mundial surgidos de ese pandemónium.
Elevada por la Unesco a Patrimonio de la Humanidad en 1996, la Cúpula fue consagrada con los votos de todos los países, salvo Estados Unidos y China. Debajo del cenotafio central del monumento se recogen las cenizas de unas 70 mil personas calcinadas en la conflagración. Y grabada en piedra, la leyenda: “Reposen aquí en paz, para que el error no se repita nunca”.
Goro, un humilde pescador hibakusha, nos dejó este mensaje: “Todos hemos perdido en esta guerra. Las bombas cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, y también sobre la conciencia de Estados Unidos”. En realidad, cayeron sobre la conciencia de toda la humanidad, en un llamado a que nunca más se repita. Nunca más.
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Principales referencias para este artículo: (1) el film “Rapsodia en agosto”, (1991), de Akira Kurosawa, basado en la novela corta de Kiyoko Murata «Nabe no naka» (Dentro de la sartén) y (2) el capítulo “Los sobrevivientes de la bomba atómica” del libro de Tomás Eloy Martínez “Lugar común, la muerte”, Ed. Planeta, 1998, pp. 189-228, Buenos Aires.
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