Raspaos, por Teodoro Petkoff
El cambio del calendario escolar, cuyo inicio sería rodado de septiembre de 2002 para enero de 2003, a fin de hacerlo coincidir con el ejercicio fiscal, está sobre el tapete. La idea no es nueva y, en sí misma, no es en principio ni buena ni mala. Habría que estudiar sus posibles ventajas y desventajas. El problema es la forma apresurada y atropellante en que se pretende ejecutar. El ministro de Educación, Aristóbulo Istúriz, siguiendo al dedillo el estilo de su jefe, pretende practicar la famosa democracia «participativa» y le participa a las escuelas que el cambio va, y va ya, de una vez. Para ello se basa en unas encuestas que supuestamente respaldarían ese cambio, aunque quedan dudas sobre la velocidad con que fueron respondidas y si se trata de una muestra realmente representativa. La Cámara Venezolana de la Educación Privada (Cavep), por su parte, se negó a contestar las encuestas. La Federación Nacional de Trabajadores de la Educación sugiere realizar un referendo sobre el tema.
Esto luce sensato, pues este cambio afectaría a muchísima gente, no sólo a los docentes, los estudiantes y los padres, sino también a sectores comerciales asociados a la educación, como el editorial, el de transporte y el turístico, entre otros. Precisamente por eso, por involucrar a diversos actores y por existir distintos puntos de vista sobre el tema, debería ser objeto de una amplia consulta y, en vez de imponer una decisión gubernamental apresurada, tratar de resolver el asunto por consenso, aunque se demore un poco más. Pero ya sabemos cuánto le cuesta esta forma de trabajo al actual gobierno. Por lo pronto, hoy el Movimiento 1011 ha organizado concentraciones en varias zonas educativas del país y un foro esta noche, para protestar la posible aprobación, en julio, del decreto del ministerio con el que entraría en vigencia la medida para el próximo año escolar. La Asamblea Nacional, por su parte, ha incluido el tema en su agenda de la próxima semana.
A todo esto habría que agregar que la propuesta de Aristóbulo parece poner el énfasis en la cantidad de días de clase que recibirían los alumnos, lo cual no está mal, pero no debería ser la prioridad de un sistema educativo como el venezolano, cuyo principal problema no es de cantidad sino de calidad. Ya Antonio Luis Cárdenas, cuando fue ministro del ramo, puso el dedo en la llaga al afirmar que la educación en nuestro país era «un fraude». El profesor Angel Rosenblat, en un libro capital y premonitorio publicado hace varias décadas, La educación en Venezuela: Voz de alerta, no dudó en afirmar que ésta, tal como estaba concebida, no era más que «un enorme despilfarro de dinero y energías humanas». Este llamado de atención sobre la calidad de la educación que se imparte cada día en nuestras aulas, tanto en las escuelas públicas como en las privadas, debería ser la auténtica prioridad del Estado, y su solución tiene mucho que ver con el mejoramiento de la formación profesional de los maestros y de las condiciones materiales en que trabajan. Porque, a fin de cuentas, ¿de qué sirve recibir más días de clase en una escuela donde ni siquiera funcionan los baños y los encargados de enseñar tienen, ellos mismos, deficiencias serias en áreas como lengua y matemática, que constituyen la base para toda la educación posterior.