Refundar, por Alejandro Oropeza G.
Twitter: @oropezag
Desde la llamada de Dios, la Iglesia participará en esta
tarea con la conciencia de seguir realizando la ‘nueva creación’
(cf. Gal 6,15) con la cual se haga presente en Venezuela la
liberación plena inaugurada y querida por el Señor Jesús.
Mensaje de la CEV por el bicentenario de la batalla de Carabobo
Resulta a todas luces evidente que el objetivo de destruir el país que signó y ha signado la estrategia del proyecto de dominación denominado «socialismo del siglo XXI», se ha cumplido. En palabras de Vladimiro Mujica, es una destrucción por diseño, planificada, orquestada y ejecutada día tras día, sin pausa y sin respiro.
Para qué ya argumentar o alertar que absolutamente todas las áreas de la vida nacional material, están destruidas y arrasadas con saña; desde una racionalidad impecable fragmentaria que ruge con alientos de macacos locos y danza sobre los escombros de la nación.
No solo los misiles de la rabiosa y compulsiva destrucción han derribado la estructura que hacía posible una vida más o menos honrosa, en donde el desarrollo de las potencialidades propias, el estudio y el trabajo, aseguraban una movilidad social que sustentara una vida sucesivamente mejor para hijos y nietos; no, también se ha impactado salvajemente en las creencias que sostienen la autoconfianza como individuos y grupos; se ha roto el tejido social e impera la desconfianza en el otro y la sed de venganza y la revancha anida en los corazones rotos de nuestra gente.
La necesidad por lo mínimo, la pérdida de la aventura de la vida buena, la fractura del bien común como proyecto compartido; todo ello se enquista como cáncer terminal y carcome la ilusión y la esperanza y conduce a la antipolítica, al abandono y entrega del espacio público en donde es posible emerger, aparecer, reconocer a los demás y a sí mismos y en donde tiene y alcanza sentido la palabra y el valor de la libertad.
Quizás lo más fácil (es un decir), será reedificar la infraestructura, reflotar el parque industrial desmantelado, regresar al campo, entender y asumir que solo el trabajo honesto y arduo es uno de los medios para salir adelante. La inteligencia y la capacidad no se diluye o desaparece permanentemente.
Muchos de los que hemos abandonado la casa grande regresaremos a abrazar el aroma de mujer de nuestra patria, a retomar la tarea en algún punto de donde la dejamos pendiente; a enseñarnos que las sociedades no fracasan definitivamente. Otros no regresarán, pero desde la distancia coadyuvarán en la deriva positiva para volver a encontrarnos en los senderos de las posibilidades buenas, serán una guía desde la distancia, una conseja estable que apoye en la definición del rumbo y los caminos nuevos.
Muchos de los bebés que hoy aprenden a caminar en París, en Lima o en Buenos Aires o Milán, que balbucean en español, algunas veces mezclado con otra lengua, la palabra «mamá»; esos venezolanitos tendrán el interés por una tierra lejana de donde llegó su mamá, su papá o ambos; tendrán la curiosidad y el deseo de envolverse en la calidez brumosa de un atardecer en playa El Agua; o de enamorarse perdidamente en medio de una niebla azul en el páramo de La Culata; quizás recordarán, sin haber estado nunca, una imagen de nieve que se derrite en el centro de un ojo que reposa su mirada sobre un médano ardiente camino del viento.
El verdadero temor que nos acomete, que nos siembra en medio de la nada perdida, y que hace que en su rumbo los corazones duden en entonar el siguiente latido, es que nos hayan secuestrado la esperanza y que no tengamos idea de lo que puede ser y es el futuro.
En medio de la traidora acción destructiva de todo, del naufragio violento de la ilusión, es necesario e imprescindible salvar tres fardos de equipaje: nuestra historia, que atesora y salvaguarda la tradición; la autoridad, que descansa en el reconocimiento de los más aptos para construir caminos que, como decía Machado, tendrán que hacerse al andar; y, por último la religión, que nos signa como seres de Dios y, por tanto, individuos que creemos en el futuro y que tenemos la fe de la esperanza como posibilidad de hacernos a la semejanza de nuestros sueños más caros. Estos fardos, igualmente, nos permiten tender puentes entre nuestras acciones y metas individuales y la pertenencia a una comunidad política en la que actuamos y nos comunicamos como seres sociales.
En esta realidad terrible, acudir a nuestra historia y a las tradiciones y creencias que nos fundan como pueblo; asir, en palabras de Ortega y Gasset, nuestro «saber histórico»; es la técnica para continuar teniendo y conservar a Venezuela como nicho y crisol para hacer futuro.
Se nos ha querido hacer retroceder a la barbarie; también, se nos ha entregado a otras naciones, como a Cuba, por ejemplo; para que la ingenuidad y el primitivismo se apodere de nosotros porque quizás, hemos olvidado el pasado.
Decía también Ortega que la historia es necesaria para escapar de ella y no recaer una y otra vez en la misma trampa. Ya, don Elías Pino nos ha venido advirtiendo de los sueños sobre los laureles. Así, es necesaria una nueva pléyade de héroes civiles, honestos, innovadores, formados y creyentes de sí mismos y de una patria sin segundos apellidos.
Los hemos visto, los hemos visto morir también; y también partir lejos y llorar de frío en el alma, lejos de casa; y quedarse a seguir la batalla con escudos de latón y armas de papel y tinta; guerreros de la calle, mujeres y hombres que en sus manos saben que se deposita el futuro de todos nosotros y de los que vendrán.
La revolución, entonces, no ha podido destruir algo, la llama mínima de donde rebrotará la nueva vida. No han podido acabar con la esperanza, salvo la de ellos mismos; con la ilusión y con la expectativa de saber que podemos, tenemos y estamos en capacidad de construirnos el futuro que requerimos para avanzar. Sin una idea de futuro no existe la nación. Si esto es cierto, ¡nosotros seguimos siendo una nación!
*Lea también. Bellum se ipsum alet, por Ángel Rafael Lombardi Boscán
Nuestra Iglesia católica venezolana, seamos creyentes o no, pertenezcamos a ella o a otras, nos convoca a actuar. Pero antes de ello, nos reta a pensar en tareas irrenunciables y en compromisos ineludibles. También, con claro criterio, nos alerta de realidades que es preciso reconocer y asumir.
Una de estas alertas es que los dirigentes políticos no pueden pretender elevarse por encima de sus pueblos, no son poseedores de verdades absolutas ni dueños del sentido de la historia (como también nos advierte Hannah Arendt al analizar los totalitarismos), sus acciones no pueden reducirse a la pretensión del aplauso envilecido y comprado con el terror y el hambre, en beneficio de sus propios intereses individuales.
Los líderes políticos, que surgen de la propia población (salvo excepciones de algunos que nacen en otras tierras), deben y tienen que acometer acciones que propendan a la dignidad de las sociedades y a trabajar en pos de alcanzar la libertad, la prosperidad y el bien común y el acceso equitativo a los bienes y satisfactores de la tierra.
La Iglesia católica asume y plantea un reto histórico que se traduce en «una tarea irrenunciable», en medio de esta debacle nacional general. Y afirma que nuestro tiempo, este tiempo, es uno de llegada y, simultáneamente, de partida para iniciar el proyecto y las acciones de reconstrucción del país.
Cumplida la meta de los bárbaros sátrapas destructores; hambriento y abandonado el pueblo a su propia suerte; en una etapa que nos recuerda al estado de naturaleza de Hobbes, de guerra total de unos contra otros, para hacerse con los mendrugos miserables de la rapiña enervante de su propio desastre. Ahí, a la sombra de la patria ultrajada, desgarrados los harapos de su historia y de su dignidad entregada a otros; si, en ese instante bajo los negros nubarrones de la ilusión aturdida, la iglesia venezolana nos convoca a planearnos la urgente necesidad de «refundar la nación». Es un reto abismal, pero no imposible; es una frescura en medio de la tragedia, pero, un camino tortuoso y difícil; es una idea que nos puede unir y salvar pero, debemos saber convocar y reconocer a quienes nos acompañarán en la empresa.
Con consciencia histórica, como venezolanos todos se nos dice que el futuro pasa por rehacer a Venezuela, sin mirar atrás y sin nostalgia; es decir, seguros de nosotros mismos, con innovación y criterios de los que estamos asistidos. Sin embargo, se nos ratifica la herencia recibida como referente, no como fin en sí misma.
El trabajo debe orientarse a refundar y recrear una nación en donde estén presentes y salvaguardados los valores de: justicia, equidad, fraternidad, solidaridad, unidad y paz. A partir de allí, la historia…
Pero, como corpus responsable, no plantea la tarea y regresa a los altares, no. Nos afirma que ofrece su acompañamiento y convoca a laicos a no escatimar esfuerzos y que sean colaboradores principales de esta tarea que tenemos ante nuestros ojos. Y a los pastores les encomienda y encarga que animen y acompañen la refundación. Reconoce, finalmente, que lo planteado es una tarea política, y lo es en efecto porque la libertad es un atributo de las sociedades y pueblos que se conquista, se ejerce y se pierde en las arenas de lo político. Ahora bien, tal acción nacional, dentro y fuera del país, no es ni partidista ni ideológica, es social y ciudadana.
El llamado de la Iglesia católica es una propuesta de acción conjunta, planificada y corresponsable de reocupación del espacio público, de reconocimiento e identificación de fines y construcción de futuro, de gestionar una «nueva creación» de la mano de la pluralidad, las diferencias naturales y lógicas y el reconocimiento de los otros como distintos, pero, marineros del mismo barco que debe iniciar su viaje ya, su difícil viaje.
Bienvenida la propuesta, bienvenida la esperanza y aplausos al futuro. A trabajar…
Alejandro Oropeza G. es Doctor en Ciencia Política. Escritor. Director Académico del Politics Center Academy-USA. CEO de VenAmerica, FL.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo