Ron del malo, gas del bueno; por Teodoro Petkoff
El ataque perpetrado contra Globovisión emplazó tan categóricamente al gobierno que no le quedó más remedio que detener a Lina Ron. La propia desmesura, la brutalidad provocadora de la «operación» forzaba a las autoridades a proceder. Porque en este caso, no fueron encapuchados que pasaron velozmente en sus motos y lanzaron unas bombas lacrimógenas contra la sede del canal y sus trabajadores, sino la mismísima Lina Ron, la propia, a la cabeza de una banda de unos treinta de sus conmilitones, a cara descubierta, armados, fue quien entró a la fuerza en el edificio de «Globo» para lanzar las lacrimógenas.
Esta vez no iban a poder algunos de los cínicos del gobierno alegar que se trató de un «autoatentado», como han hecho en otras ocasiones, ante agresiones parecidas, pero con actores no identificados. Esta vez, los autores de este ataque si lo están. Por si la rubia cabellera de Doña Lina no fuera suficiente, los atorrantes hacían flamear al viento las banderas de UPV, el grupo «político» que dirige esa ciudadana.
No estamos ante uno de esos inefables «delitos mediáticos» que la Ley Maldita propone sancionar con prisión hasta de cuatro años, sino de un delito claramente tipificado en el Código Penal, en el artículo 10 de la Sección III, Capítulo III, penado con prisión de diez a quince años. Aquí ha habido una clamorosa notitia criminis, que no podía sino obligar a ordenar la detención de los autores de esta salvajada, para llevarlos a juicio. En este caso no hay nada que investigar ni esclarecer.
Todo está clarísimo. Lina Ron asume plenamente la autoría del acto, al hacerse presente en Globovisión. La Fiscalía debe hacer que la asuma también ante un tribunal de la República.
Tampoco se puede permitir el gobierno una payasada como la orden de detención dictada contra Valentín Santana, líder de La Piedrita, y la «condena» de sus actividades por el propio presidente, sin que, hasta la fecha, haya ocurrido nada. La detención de la señora Ron no puede ser seguida de un «juicio en libertad», que no iría más allá de la imputación sin que nunca se dicte sentencia y aquí no ha pasado nada. Este atropello brutal no debe quedar impune (porque impune quedaría si no hay sentencia), porque el delito cometido configura, como ya dijimos, un acto de terrorismo, claramente tipificado en el Código Penal, realizado con armas de guerra, a menos que se demuestre que las bombas lacrimógenas las venden en Mercal. Madame Ron y su gente creen estar actuando según el guión que a cada rato presenta el propio Chacumbele en sus peroratas.
¿Cómo puede Chacumbele reclamarle nada a Lina Ron si ella operó contra un canal que él mismo califica pertinazmente como de «oligarcas apátridas», de «lacayos del imperialismo», de «pitiyanquis manipuladores y mentirosos» e incluso de «mafiosos»? Bien podría Lina Ron alegar que Chacumbele es el autor intelectual de la barrabasada que llevó a cabo.