Ruta de odio, por Teodoro Petkoff
La gravedad de la crisis política actual reside en que ella descansa sobre una fragmentación sin precedentes de la sociedad venezolana. Hoy somos tres países. Contra la percepción generalizada de que el país estaría dividido en dos grandes bloques irreconciliables, lo cierto es que entre dos sectores sociales extremos se encuentra una suerte de «tercer país» que, curiosamente, pareciera invisible -tal es su carencia de protagonismo- pero donde se encuentra la mayoría de la población. Tal vez a raíz del golpe y sus consecuencias, este tercer país ha sido «comido» a ambos lados por las posturas más extremas, pero, sin duda, continúa siendo mayoritario. En este «tercer país» se encuentran sectores que incluso identificándose con cualquiera de los dos bandos en pugna, rechazan, sin embargo, las salidas violentas y sangrientas, aunque psicológicamente están al borde de la extenuación. Sin embargo, carente como se encuentra de representación política organizada, para todo efecto práctico, es como si no existiera. Necesita quien lo asuma y lo exprese.
En cambio, los extremos, espectaculares como son, resultan altamente mediáticos y con facilidad producen la impresión de que el país está escindido en dos mitades irreconciliables. Para el observador, la nación luce dividida en dos bloques incomunicados entre sí, que se odian, y se observan mutuamente a través del lente de sus prejuicios. La realidad es diferente pero, como suele suceder en sociedades escindidas, la imagen distorsionada cuenta más que aquella y la sustituye en la imaginación colectiva. Lo peligroso de la crisis es que todas las comunidades políticas o parapolíticas organizadas (partidos e instituciones de la sociedad civil) están «montadas» sobre los extremos sociales y expresan las posturas terriblemente radicalizadas que en ellos existen. Hasta ahora, partidos y sociedad civil, en ambos lados, en lugar de proporcionar conducción y orientación, más bien reflejan los sentimientos que reciben de sus bases sociales. En lugar de dirigir, son dirigidos. Ninguna organización, ni en el gobierno ni en la oposición, se atreve a enfrentar la opinión de su base social.
Esto da a la confrontación política un grado muy agudo de pugnacidad y hace de ella un fenómeno que desborda la rivalidad tradicional entre partidos contrarios. La conflictividad de hoy entre chavismo y antichavismo no guarda semejanza alguna con la que enfrentaba a AD con Copei o a estos con la izquierda. Hoy estamos ante circunstancias nutridas por un odio aposentado en los cimientos mismos de la sociedad. Una crisis política sustentada sobre estas bases es sumamente peligrosa para la paz y si no se la encauza a tiempo por canales institucionales y legales podría constituir el preludio de un verdadero desastre social. Si una división social y política tan profunda como esta, que afecta al tejido mismo del alma nacional, llevara a un desenlace violento, las consecuencias podrían perdurar muchos, muchísimos años antes de que se recomponga la unidad esencial de la nación, esa que nos hace reconocernos a todos en la venezolanidad.
La evolución de los acontecimientos, sin embargo, a la luz de la decisión de ayer del Tribunal Supremo, muestra que los caminos institucionales no están cerrados. Lo que podría bloquearlos es la insistencia en soluciones «a como dé lugar».