Sobre héroes y túneles, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Artículo escrito en torno al libro de la periodista británica Helena Merriman, Túnel 29 (2021)
La historia comienza un día de 1961 cuando el joven estudiante de electrónica, Joachim Rudolph, pasa con sus amigos unas alegres vacaciones en Rügen, balneario de la costa norte en la República Democrática Alemana, RDA, o mejor dicho, Alemania Comunista. Al regreso de esos felices días él y sus amigos se encuentran con un improvisado muro que ha separado a la parte de Berlín que pertenecía a la URSS de la que administraban EE UU, Inglaterra y Francia.
Escribí “la historia comienza”. Efectivamente, la escrita por la periodista Helena Merriman es una historia en los tres sentidos de la palabra historia: un relato o narración, una historia real y un texto historiográfico. La autora, en cambio, lo llama en el subtítulo, “crónica de una extraordinaria fuga bajo el muro de Berlín”. ¿Qué es una crónica? El nombre lo dice, crónica es un relato crono-lógico: un relato ajustado a una sucesión lineal del tiempo. Por lo tanto en sentido estricto Túnel 29 no sería solo una crónica. Por una parte, la narración no está centrada en sucesos, sino en un personaje central: Joachim Rudolph. Por otra, la sucesión de hechos no está configurada de modo lineal. Después del regreso de Joachim desde Rügen, la autora retrocede en el tiempo para contarnos la conmovedora infancia de Joachim.
Me quedaría con la palabra historia, tanto en su sentido literario, como en el historiográfico. Pero en una versión flexible. Túnel 29 es una historia documental escrita con maestría literaria, en cierto modo, novelada, en la que, sin embargo, nada es imaginario. Por el contrario: todo es absoluta y despiadadamente real. Más todavía: cada acontecimiento revelado es el producto de una acuciosa investigación de Merriman quien se ha servido de las fuentes más fidedignas: los testimonios directos de personas involucradas y los archivos secretos de la Stasi.
Como en muchos casos la historia personal de Joachim ha sido formada por los acontecimientos de su tiempo. Comienza en 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Un niño de una familia campesina donde ha regresado su padre fugitivo, un soldado del derrotado ejército alemán. El recuerdo de ese padre no abandonará nunca a Joachim, sobre todo la última imagen que para él será siempre la primera. A los seis años de edad es abrazado por su padre y de pronto aparecen violentamente los soldados rusos, apartan al padre de su hijo y lo llevan a empellones. Nunca más lo volvió a ver. Un destino normal en esos tiempos, diríamos. Como miles de alemanes, Joachim caminará el resto de su vida sobre la base de una infancia trizada.
Después de la separación del padre, la casa será ocupada por soldados rusos. Luego su madre, su abuela y él, huyen en dirección a Berlín atravesando caminos por donde transitan como fantasmas los despojos humanos que ha dejado la guerra. Ya no hay tiempo para llorar tristezas, el único objetivo de las dos mujeres será sobrevivir. Y como sea: o durmiendo en las acequias, o en galpones, bajo los árboles, o alimentándose con los frutos de casas ajenas, en dirección al infierno que aún no conocen: hacia ese Berlín destrozado por las tropas rusas, ocupado por un Ejército Rojo lleno de odio y en gran medida con legítimos deseos de venganza. Escribo legítimos: Nada menos que 20 millones de soldados rusos fueron liquidados por las tropas de Hitler.
Dos millones de soldados rusos enardecidos, librados a su arbitrio, asolan Berlín. Saqueos, disparos a mansalva, ejecuciones sumarias y sobre todo violaciones de mujeres, son hechos cotidianos. El falo usado como instrumento de guerra, aparecido en todas las guerras, sembraba más terror en las familias que las bayonetas, los balazos y las bombas. Más de cien mil mujeres fueron violadas, algunas varias veces. Los suicidios estaban a la orden del día. La abuela y la madre de Joachim tuvieron algo de suerte: encontraron refugio en lo que quedaba de la casa de un pariente. Así comienza la infancia de Joachim.
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Una infancia que, aunque parezca increíble, tuvo para Joachim algunos momentos felices, sobre todo cuando jugaba con otros niños, entre los escombros de las murallas derrumbadas, mientras la abuela y la madre salían a buscar algo para comer, mendigando primero, comerciando con cigarrillos, después (eso al menos es lo que contaban a Joachim). Joachim recordará después los “petardazos”, un juego que consistía en buscar restos de explosivos y luego ponerlos en los rieles de los trenes para que ¡bang!, explotaran, y los niños, reían y aplaudían. Hoy también, al ver en la pantalla a niños ucranianos jugando entre las ruinas de sus propia casas, no puedo sino pensar en que los niños saben protegerse mejor que los mayores. Toman la vida, por más terrible que sea, como si fuera un juego.
Después de la orgía de sangre, la llegada lenta de una nueva normalidad. Con el tiempo Joachim se convertiría en un hijo de la sociedad comunista. Stalin instaló como gobernantes del Este a un grupo de comunistas alemanes que vivían en Moscú, quienes habían sido formados cuidadosamente para ejercer esas funciones. A la cabeza de ellos, un hombrecillo autoritario y de chillona voz: Walter Ubricht, dirigente comunista de confianza de Stalin.
En ese Berlín derrotado creció Joachim, quien pronto destacaría por sus talentos en los dominios de la técnica. Ya muy joven, se convertiría en un experto electricista, fabricando y reparando aparatos de radio. Gracias a la radio topó una vez con la emisora norteamericana RIAS donde se sintió fascinado al escuchar por primera vez a Bill Haley con su guitarra eléctrica, cantando con sus «cometas», rock around the clock.
Como muchos, Joachim estudiaba y trabajaba en Berlín Oriental e iba a divertirse a Berlín Occidental. Hasta que un día, regresando de sus lindas vacaciones en Rügen, encontró que Berlín, su Berlín, había sido reducido por el muro a solo una mitad. Cuando con sus amigos vio el muro, su primera frase fue: ¿Y qué tal si nos escapamos? A ese objetivo dedicaría muchas horas de talento y esfuerzo.
Quien primero saltó el muro fue un policía llamado Hans Conrad Schumann. Otros lograron escapar saltando desde las ventanas de las casas adyacentes. Para la clase comunista en el poder, algo incomprensible. ¿No había plena ocupación? ¿No tenían todos los habitantes derecho a enseñanza y a medicina gratuita? Cierto, Berlín Occidental atraía por sus luces, sus fiestas, y sobre todo por sus supermercados. Pero la RDA era el país comunista europeo económicamente más desarrollado. Lo que esa clase no entendería nunca es que, por su sola existencia, ella era la principal causa de las fugas. Cierto también, había alguna elecciones, pero todas estaban arregladas, lo sabía cualquier ciudadano de Berlín Oriental. Estaban hechas, como todo en ese país, para imitar a Alemania Occidental. Como los trajes, las modas, la música, la TV, la técnica, los autos trabis procedentes de la URSS y, sobre todo los objetos de plástico, de los que la RDA se convirtió en exportador. Esa clase dominante parecía ser tan inamovible como el muro.
Quiero creer que Ulbricht, Mielke, el matrimonio Honnecker, fueron en su juventud personas de buenas intenciones, luchadores antifascistas, soñadores de un futuro luminoso. A veces quiero también creer que ellos decidieron construir el comunismo en su país guiados por las mejores intenciones. Pero, por algunas razones, nunca pudieron darse cuenta de que ahí estaba precisamente el gran error: no saber o no querer saber que una sociedad nueva no se construye como quien arma un rompecabezas. Una sociedad nueva aparece de modo imperceptible, como consecuencia de cambios, ya sea en la ciencia, en la técnica, en las artes, en los modos de pensar, en los estilos de vida. Nadie dijo en la prehistoria, “hoy termina el paleolítico y mañana comienza el neolítico”. Como tampoco nadie dijo en el siglo XV, “ayer terminó la Edad Media y hoy comienza el Renacimiento”.
Las épocas las marcan los historiadores, a veces muy arbitrariamente. Algunos nos han convencido incluso de que ya no vivimos en tiempos modernos sino en postmodernos y que cada uno entienda por ello lo que le dé la real gana. Pero los comunistas querían hacer, construir, edificar el comunismo. Y como en toda construcción, necesitaban materiales. El problema es que esos materiales eran seres humanos, convertidos por decisión estatal en arcilla moldeable, en objetos a disposición de los que desde arriba han decidido en nombre de la felicidad suprema: fabricar lo que ellos, en sus limitadas mentes ideológicas, imaginaban debían ser los seres humanos perfectos. Ubrich estatizó todo y los ciudadanos fueron convertidos en conejillos de indias de un laboratorio donde sería diseñada la sociedad comunista. Quienes no pensaban como ellos, debían ser obligados a hacerlo y, si aún no lo lograban, eliminados.
Un ejemplo: Joachim, así como muchos niños y jóvenes que habitaban Berlín Este, no pudieron borrar nunca de sus mentes las masacres de 1953, cuando cientos de obreros salieron de las fábricas a reclamar aumento de salarios y mejores condiciones de vida, enarbolando pancartas socialistas y cantando himnos revolucionarios. Los huelguistas fueron literalmente aplastados por los tanques rusos y las principales calles de Berlín se convertirían en regueros de sangre humana. Lo mismo sucedería en Hungría y en Polonia en 1956, hasta que en Varsovia, en un verano de 1980, dirigidos por un obrero electricista, los obreros polacos del sindicato Solidarnosc dieron vuelta la historia e hicieron temblar al régimen de su país y con ello a todo el llamado mundo comunista.
Que me perdonen algunos historiadores, pero todavía sigo convencido de que el derrumbe del comunismo comenzó en la Polonia de los ochenta, cuando los obreros primero, y la ciudadanía después, no quisieron más ser regidos por una clase dominante dependiente de la URSS. La Perestroika y la Glasnot de Gorbachov, visto así, serían las consecuencias y no las causas del desmoronamiento de un imperio que comenzó, como suele ocurrir, en su periferia.
Quién sabe si el derrumbamiento del imperio de Putin también se anunció en las protestas civiles de Bielorrusia o en la muchedumbres rebeldes de la plaza Maidan de Kiev, y hoy, en la resistencia heroica del pueblo ucraniano en contra de la ocupación imperial de su país. Ningún muro pude eliminar el deseo de ser libre, y si esos muros no pueden ser saltados por arriba, pueden ser, eso lo comprendió rápidamente el joven Joachim y sus amigos – entre ellos dos italianos- traspasados desde abajo. Como sea, mirando en retrospectiva, hay que reconocer que la primera rebelión obrera, popular y democrática del mundo comunista ocurrió en la RDA en 1953. Y ese acontecimiento dejó marcadas sus huellas: impotencia, miedo, rabia.
Después de los sangrientos sucesos de 1953 la nomenklatura comunista entendió que para controlar los cuerpos de sus súbditos debía controlar sus almas. Y como no podía nunca lograrlo mediante argumentos y razones, hubo de hacerlo aplicando otros instrumentos. Fue así como nació la policía secreta más monstruosa de la modernidad, dirigido por el Ministerio de Seguridad del Estado, conocida como la Stasi, o “la casa de los mil ojos”, o por sus subalternos como La Firma, a cuya cabeza se encontraba un siniestro personaje con cara de bulldog llamado Erich Mielke, al igual que Walter Ulbrich, educado y formado en la URSS. La fiel maldad de Mielke ya había sido probada ante Stalin. Durante la guerra civil en España mandó asesinar a muchos republicanos que disentían de la línea de los comunistas, cualquiera hubiera sido la línea de las tantas que aplicó Stalin en el masacrado país.
Mielke y Ulbricht fueron los autores intelectuales del muro de Berlín. Su objetivo –tal vez creían en eso- era proteger a Alemania del fascismo. Lo mismo que hoy dice y hace Putin montado sobre el poder ruso, al fin un discípulo de la KGB. Todo quien difiere de sus conceptos de futuro, será un fascista. Mielke, seguramente pensaba, como Putin hoy de la criminal guerra que hoy perpetra en Ucrania, que ese siniestro muro no era más que un instrumento puesto al servicio de la “desnazificación de Alemania”.
A Mielke cabe el dudoso mérito de haber sido el padre fundador de una sociedad dividida en dos clases: la de los delatores y la de los delatados. A sabiendas de que del control de la información dependía la suerte del comunismo, convirtió a gran parte del país en informantes. Los números hablan por sí solos. Mientras durante la Gestapo de Hitler había un espía por cada 1.000 habitantes, en la URSS de la KGB hubo uno por 5.890, en la RDA de Honnecker uno por 73. Ese dato se refiere solo a los espías calificados, pero si contamos a los contratados por tiempo parcial y a los ocasionales, obtenemos la cifra de ¡un delator por cada 6 habitantes!
Mielke conocía los lugares estratégicos para obtener información, entre otros las reuniones familiares, los cumpleaños de los niños y por supuesto, las prácticas religiosas. Un 75% de los cargos eclesiásticos se encontraba al servicio de la Stasi. El mismo Mielke, después de la caída del muro, ya en prisión, al solicitar ver los archivos de la Stasi, se encontró con la menuda sorpresa de que su propia persona estaba siendo vigilada por el aparato que el mismo había creado. Pues bien, de esa sociedad sin asociados, de ese lugar sin solidaridad, donde cualquiera podía delatarte -incluso como en muchos casos, tus padres, tus hijos, tus hermanos, tu cónyuge- de todo eso quería escapar mucha gente, aún a riesgo de perder sus propias vidas. No pocos la perdieron, baleados por los fusiles de los vigilantes. Otros murieron en prisión. En un país donde no existía la pena de muerte, más de cien mil personas murieron asesinados a cuenta del Estado. El de la RDA, como en otros países socialistas, el Estado llegó a ser una institución criminal gobernado por criminales. La fuga, por el medio que fuera, se convirtió en una institución del pueblo.
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No me voy a referir a los detalles de la fuga del grupo de veinticinco personas a las que Joachim y sus amigos ayudaron a pasar hacia el otro lado a través de un túnel construido con inteligencia, precisión y pericia, ni a los problemas ocasionados por los desniveles del terreno, ni a las filtraciones de agua, ni a los desmoronamientos ocasionales, ni al cerco de informantes que sospechaban algo, merodeando cerca del lugar de la excavación.
El de Helena Merriman es un relato cruel y apasionante, donde cada minuto cuenta en un largo y angustioso tránsito hacia la libertad. No hablo de la libertad política, sino de otra libertad, a esa que yace, a veces muy escondida, en la intimidad de cada ser: a esa que viene del profundo deseo de ser de uno mismo y no de otros. Pues esos veinticinco fugitivos no arriesgaron la vida por una ideología o por un programa político, sino porque ya no podían vivir sin ese mínimo de libertad que es, en breves palabras, nuestra propia dignidad de ser.
Nadie, y lo digo porque lo sé, quiere abandonar de buen grado el lugar de donde uno es. Los millones de africanos que hoy huyen hacia Europa, o los centroamericanos que huyen a EE UU, solo lo hacen porque quieren vivir y no morir de hambre. Los miles de sirios, cubanos y venezolanos que hoy migran por doquier, lo hacen sabiendo que su país ya no es el de ellos, aunque ellos sean de ese país. La cantidad de profesionales que en estos momentos están abandonando a la Rusia de Putin, es impresionante. ¿Construirá Putin otros muros? En el hecho, ya los ha construido. Ha terminado por separar a su país de un Occidente al que en parte, al menos culturalmente, pertenecía. Después del muro ideológico vendrán las alambradas, el cemento, el hormigón armado.
El muro de Berlín fue real pero también fue una metáfora. En cierto modo ese muro era representante de los muchísimos muros que hoy existen entre y dentro de diferentes países. Un muro simbólico y por eso mismo real (no existen símbolos de la nada) El túnel oscuro fue la otra metáfora. Representaba a seres humanos que como reptiles arrastraban sus cuerpos de acuerdo a “la lógica del subsuelo” con la esperanza de ver alguna vez la luz del día. Imposible entonces no pensar en la figura de la caverna de Platón. Un túnel largo y oscuro que no parecía terminar nunca. Igualmente es imposible, al leer la crónica de la fuga, magistralmente descrita por Helena Merriman, no pensar en el éxodo bíblico, solo que ese mini-éxodo hacia “la tierra prometida” era conducido por un Moisés alemán llamado Joachim Rudolph.
No por último, al leer el libro de Helena Meriman, me ha sido imposible no pensar en que los grandes acontecimientos de la historia, como ese que ocurrió en el Berlín de octubre de 1989 al grito de “nosotros somos el pueblo”, son solo el resultado de una larga erosión de muchos muros. Ese muro que era día a día deteriorado en reuniones clandestinas, en improvisadas demostraciones callejeras, en protestas por elecciones libres, y en túneles cavados con paciencia. Pero ¿no es una fuga un signo de cobardía?, preguntarán algunos. No, en este caso, no: la fuga, sobre todo esa fuga bajo tierra, fue un signo de valentía. Joachim Rudolph junto con sus amigos, fueron héroes de una fuga libertaria, quizás la más espectacular entre muchas que hubo en el Berlín de la ignominia. Dirigiendo la construcción de ese túnel, Rudolph dio un sentido a la muerte de su padre, a los sufrimientos indecibles de su madre y de su abuela, a la memoria de los obreros de 1953 y a los que todavía no habían logrado huir.
Y para decirlo de paso, en esa fuga Joachim Rudolph conoció a su actual esposa, Eva. El amor aparece donde y cuando menos se piensa. Incluso en un túnel muy oscuro, tan oscuro como a veces es la vida.
PS 1: Helena Merriman es periodista y locutora. Es la creadora del galardonado podcast Tunnel 29 de BBC Radio 4 y autora del libro del mismo título.
PS 2: Los dirigentes de la operación Túnel 29 vendieron los derechos de filmación de la fuga al promotor canadiense Reuven Frank. El objetivo era doble: obtener financiamiento y dar publicidad al hecho a fin de demostrar al mundo que muchos habitantes de Berlín estaban dispuestos a arriesgar sus vidas para librarse de la realidad del comunismo.
PS 3: En el 2002 fue estrenado el laureado film alemán, El Túnel. Su argumento está basado en la historia de Túnel 29. La película es magnífica, pero no supera a la intensidad narrativa del libro de Merrimer.
PS 4: En repetidas ocasiones los Vopos (policías del pueblo) acribillaron a quienes intentaban huir, delante de los ojos de los guardias norteamericanos apostados al otro lado del muro. Grupos numerosos pedían a gritos a los guardias norteamericanos que intervinieran. No podían. El presidente Kennedy quería evitar que cualquier conflicto con la RDA derivara en un enfrentamiento atómico. Los comunistas de ayer, como los putinistas de hoy, sabían hacer uso del chantaje atómico.
PS 5: Quien primero saltó el muro fue el policía Hans Conrad Schumann (conocido como “el salto de la libertad”) Muchos años más tarde Schumann volvió a Berlín a visitar a sus familiares. Estos, ante su asombro, lo recibieron con desprecio. Todavía lo consideraban un traidor a la patria. Schumann, tiempo después, se suicidó. Así se demuestra una vez más que el poder de los grandes dictadores reposa sobre una base formada por muchos pequeños dictadores cuyos sentimientos han sido borrados por una ideología.
Hay personas-muros y hay personas-túneles.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,
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