Solícito amor…, por Marisa Iturriza
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Iba caminando cuando tropecé con los restos que quedaron en el sitio tras el crimen arboricida cometido contra cuatro seres benévolos que estuvieron allí por años. A pesar del consecuente desconcierto, no a paso de vencedores si no temerariamente, continué hacia el parque ubicado en una curva de la avenida que –sin señales, mucho menos acera– dificulta la visión y desplazamiento a conductores y transeúntes, cavilando si urbanistas y constructores toman en cuenta al peatón, o sea ese humano que transita por la acera si la hay, y además que la susodicha sea regular, no intermitente, triturada, rota o invadida por basura u otros obstáculos.
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Llegué a salvo al parque. A pesar de los salarios de miseria que devenga la casi totalidad de la población, hasta ahora los trabajadores de ahí lo tienen funcionando relativamente bien, y como la naturaleza del sector es tan pródiga, las flores de la temporada adornan los espacios del verde circundante, permitiendo que árboles gigantes sigan creciendo como si quisieran alcanzar ese cielo al que rogamos que no llegue algún avispado neo-próspero a quien ese espacio le parezca de$perdiciado y aunque la naturaleza se oponga haga que le obedezca quién sabe con cual «novedoso» conjunto habitacional o lucrativo mamotredificio.
Como amas esa exuberancia tan vital, se te parte el corazón cuando –entre otras– de Guayana espantan las noticias de la falta de respeto a sus patrimonios naturales, sumadas al ecocidio producido por la extracción de sus diversos recursos, perpetrado no solo contra flora y fauna si no contra los habitantes de la zona.
Pero como si fuera una película con final feliz, aquí terminamos con la llamada telefónica de un querido amigo comentando que la matica que le regalé en su cumpleaños está bellísima. Satisfacción comprensible de su parte, porque él es de los miles que de veras creemos que, a la vida, a la libertad, a la naturaleza, al árbol, debemos respeto y… solícito amor…
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