Testigo ocasional, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
–¿En verdad que esos bichos me van a matar, Santiago?
–Coño, Cheo, eso no lo sé ni depende de mí… A mí solo me ordenaron que me quedara aquí apuntándote a la cabeza… no sé para donde fueron… será cuando ellos regresen y digan qué van hacer contigo.
–Pero, Santi, y si esos güevones deciden sacarme del juego, ¿qué vas hacer tú? ¿Dispararme, ver cómo me tirotean? ¿No puedes hablar con ellos y decirle que soy tu amigo de la infancia, que no les voy a echar paja? ¿En esta vaina de los colectivos, tú no tienes ni voz ni voto?
–Coño, Cheo, deja esa vaina de alborotarme la cabeza… ¡qué voz ni voto del coño! ¿Tú crees que esto es la asamblea nacional? ¿Tú me ves cara de diputado, marico?
–Verga, Santiago, pero la verdad que no entiendo qué hacemos aquí, qué carajo hago yo aquí, amarrado con alambre en este estacionamiento y qué haces tú con esa Glock –que hasta tendrá unos muertos encima– apuntándome como si yo fuera tu enemigo. Acaso vale tan poco nuestras jodas en La Pastora, las tardes en la quebrada de El Manicomio cuando nos jubilábamos de la Enrique Chaumer y nos íbamos a matar lagartijas. ¿Te acuerdas cuando le caímos a palos al viejo ese que quería violar a un chamito? ¿Toda esa vaina se borró de tu memoria?
–Coño, vale, deja ya de comerme el güiro con esas vainas del pasado, Cheo… ¿No ves que estoy en una acción revolucionaria? Ya somos mayorcitos para estar revolviendo eso. Quédate tranquilo, Cheo, por favor. Si sigues dándome muela lo que voy hacer es darte un tiro y se acabó la vaina.
–Está bien, Santi. Lo que tú digas…
«Bueno, ¿qué pasó aquí, camarada? ¿Cómo se porta ese tipo?», masculló Valentín, mientras los otros tres llegaban detrás, de uno en uno, tensos, los rostros desencajados. Preguntaron lo mismo. Que cómo le había ido con el testigo; que si se puso a ladillar con eso de que lo soltaras; que si le conocías; que si los había visto alguien del estacionamiento, algún conductor o el vigilante negrito que da vueltas por ahí.
A todas las preguntas Santiago respondió tranquilo. Los calmó cuando inventó que el hombre lo que hizo fue ponerse a llorar y apenas le dijo cómo se llamaba. Los integrantes del colectivo miraron a Cheo con aire distraído y solo uno se le acercó para preguntarle en qué parte del este de Caracas vivía pero Cheo, nervioso, dijo que él era de Catia, que vivía en Altavista y que tenía un taller al lado de su casa, con eso se rebuscaba, reparando carros.
–De pinga eso, amigo. El peo es que tú viste cuando le dimos matarile al viejo de la camioneta negra, ves? Si hay vainas en este oficio que no dejan dormir a uno no son los fantasmas del pasado ni los muertos sino los testigos, expresó Valentín tratando de poner cara de malote, como en las películas de Tarantino.
–Yo lo entiendo, señor, pero lo menos que yo haría es salir por ahí a denunciarlos. A ninguno de ustedes los conozco y yo mismo les estoy explicando donde vivo y cómo me gano la vida. Yo sé que si salgo como un pendejo avisarle a la policía, lo primero que ustedes harían es ir a mi casa y meterse con mi familia. De paso, déjenme decirles, todos somos chavistas, porque yo también voté por Chávez, y mi mujer se puso a llorar cuando murió y después votamos por Maduro… y no me arrepiento!
–Ah, esa parte me parece mentira… ¿no te has quejado de Maduro?, preguntó uno, llamado Luis, chaqueta negra, bluyín ajustado de motorizado y con un cigarro en la esquina de la boca. Había una dosis de odio en sus palabras.
–Bueno, yo entiendo que la vaina no está tan buena por eso del bloqueo pero hay cosas que pueden mejorarse…
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Valentín lo interrumpió y ordenó que se callara. Otra orden e hizo que se apartaran de él. Cheo empezó a cabrearse porque no sabía si había dado con las respuestas correctas. Valentín los reunió a unos diez metros de donde él empezaba a sentirse incómodo, el corazón se aceleraba y las piernas se le adormecían de tanto estar agachado. Valentín le preguntó a Santiago sin quitarle la vista si realmente conocía a ese sujeto. Santiago tragó grueso, sudó frío y miró a los lados como intentando que no se notara que mentía. Cuando estaba a punto de responder, Valentín se le adelantó y le dijo más en forma de reproche que de pregunta «O sea que te quedas veinte minutos con ese tipo y no le sacas nada».
–Bueno… si hablamos pendejadas. Me preguntó qué iban hacer con él y yo lo mandé a callar, y me pidió permiso para pararse y orinar en la pared…
–Ah, pero, y entonces sí hablaste con él…
–Coño, Valentín… Cuando me preguntaste si hablé con él pensé que te referías a si le había interrogado, discutir de política o cosas así. Te informo que no es la primera vez que he tenido un cautivo bajo custodia, y he aprendido que en esos casos lo mejor es no establecer confianza. Tú lo sabes.
«Llegó la hora», dijo Valentín y empezó a mirarme feo pero con cierta impaciencia generosa. Parecía como si no supiera qué hacer conmigo a no ser que ordenara que me dieran un tiro en la cara, que es como se mata al que ve lo que no debía mirar. Yo mismo abandoné toda esperanza y el frío torrente donde fluyen los recuerdos me llevó sin querer a las tardes con Luis, Marcos y Santiago.
Cuando llegué a ese nombre dirigí una mirada de piedad hacia mi amigo de travesuras. Me arrepentí de no preguntarle si se acordaba cuando lanzamos un cohetón en la iglesia de Pagüita en plena misa o cuando le rompimos la ventana del carro al viejo Justo, el magallanero que se burlaba de nosotros cuando perdía el Caracas. Quise confesarle que yo me besé con su hermana Amalia cuando cursamos tercer año en el Luis Ezpelosin, y yo me la vacilaba porque escribía mal el nombre de Luis Ezpelosin. Quise decirle que uno de mis chamos se llama Santiago, pero no por él sino porque así le puso mi mujer en recuerdo del hermano que murió de cáncer. Pero, Santi ya no me veía. Parecía albergar un sentimiento que semejaba sin serlo al miedo.
Entonces hubo como una zona borrosa en mi mente de la que salí cuando uno de ellos sacó la pistola, hizo un ruido seco al quitarle el seguro y disparó. Todo ocurrió en la mitad de un segundo y mientras permanecí con los ojos cerrados no sentí ni pensé en nada, hasta que alguien me dio una patada en la cabeza y me gritó ¡espabila, pendejo! Trastornado por un horror mayor que mi propio miedo abrí los ojos y ahí estaba Santiago, la boca abierta y la mirada fija, como si quisiera decirme algo. Pero de pronto comprendí que no era yo el muerto y dejé mis reflexiones sobre el más allá.
Santi no se movía y fue Valentín quien se agachó y como si quisiera confesarme un secreto y me dijo «¿te imaginas lo que te haríamos a ti y a tu familia si sales ahora a contar esto?». Claro que no respondí ni entendí tampoco el mensaje pero yo asentí por dos veces que sí, que el mensaje me había quedado claro. Ellos se fueron, se llevaron a Santi y a los tres días yo me largué con mi mujer y los niños a la casa de su familia en Barranquilla. Cada día que pasa celebro estar vivo. Pero la verdad es que no lo he superado y vivo envenenado con el recuerdo. Porque solo con respirar sin querer se aparece Santiago.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España