Todo se derrumbó, por Simón Boccanegra
La Unión Soviética y sus provincias imperiales de Europa oriental y Asia creyeron que podían encajonar a sus sociedades entre los muros que levantaron para aislarse del mundo exterior. De esos muros hicieron una grotesca zapatilla de Cenicienta. Lo que no entraba en esa horma brutal era cortado, como, los dedos de las hermanastras de Cenicienta, que les impedían calzar la breve sandalia. Creyó su gran profeta, Stalin, que la voluntad humana era suficiente para llevar a la sociedad por el rumbo que sus catecismos teóricos habían establecido. Cuando la voluntad humana no daba más, había que meterle el hombro con la policía política y el Terror.
Parafraseaba, quizás, en su fuero íntimo, a Thomas Jefferson: el árbol del socialismo debía ser regado con sangre. Y con sangre de millones lo regó, con el miedo de millones construyó los andamios dentro de los cuales quiso sostener aquella construcción monstruosa e inhumana. Fue inútil. Todo se derrumbó. Stalin no alcanzó a vivir para presenciar el final. Tal vez murió creyendo que dejaba «todo atado y bien atado», como pensara otro dictador, Franco, que quedaría España después de su viaje al más allá. Tal vez imaginó Stalin que después tanta muerte, de tantas torturas, de tantos campos de concentración, la vieja Rusia se había resignado a las formas modernas las suyas de la secular autocracia zarista. Se le escapó un detalle.
La vieja Rusia había protagonizado dos grandes movimientos revolucionarios, el de 1905, y el de febrero de 1917. ¿Qué podía hacerle pensar que el espíritu revolucionario ruso, ese que creía uno de los dos componentes esenciales del «ser revolucionario» (el otro, según él, era el «espíritu práctico norteamericano»), se había marchitado? Hace veinte años, precisamente porque en la Unión Soviética los espíritus habían despertado, se cayó el Muro de Berlín. En sana paz, porque, esa vez, Gorbachov no mandó los tanques.