Tras la huella de Lucano, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
—Eres médico ciudadano de Roma…las puertas de los patricios y augustales están abiertas ante ti…Y sin embargo, abandonas todo por el propósito de atender a indignos, pobres, mendigos y esclavos… ¿Por qué?
—Porque de otra manera mi vida no tendría significado
Taylor Cadwell, Médico de cuerpos y almas (1958)
Nunca como ahora había sentido sobre mis hombros gravar más duramente el enorme peso de la medicina. Quizás sea por la contemplación de 20 años de ruina sanitaria venezolana y su dolorosa estela de víctimas de las que nadie lleva cuenta, a lo que hay que sumar ahora el drama de una pandemia cuyo impacto ha estremecido hasta sus más profundos cimientos el otrora inexpugnable edificio de 2.500 años de antigüedad que erigiera un Hipócrates que allá en la isla de Cos acabó desentendiéndose de todos sus dioses para correr a abrazar con todas sus fuerzas el logos de los griegos.
Bastó tan solo una forma tan elemental de vida como el coronavirus para echarlo todo abajo de un soplido, como a la cabaña de paja del lobo del cuento. Algo similar ocurrió en el siglo XIV, cuando otra criatura microscópica, la Yersinia pestis —de bastante más jerarquía biológica que el virus de Wuhan dado que es una bacteria— le entregó al cuarto de los jinetes del Apocalipsis no menos de 20 millones de vidas durante la llamada “Muerte negra” de 1347. También en ese entonces la medicina vio mermada su credibilidad ante un mundo sumido en el desamparo y en el desvanecimiento de las certezas que le acompañaron toda la vida. Ni más ni menos que como ahora.
En la época de mi padre —hace más de medio siglo— la medicina se ejercía en un mileu cultural marcadamente optimista. Los avances de la investigación biomédica eran incorporados con relativa rapidez a la práctica: von Behring, Ross, Koch, Cajal, Laveran, Mechnikoff, Erlich… ¡y estoy citando apenas a los galardonados con el Nobel de Medicina de la primera década del siglo pasado! Todo aquel saber ya formaba parte del arsenal de recursos técnicos y conceptuales con los que la generación de mi padre contó.
Al médico de entonces, armado de tan potentes verdades, se le consideraba papalmente infalible y más allá del alcance de todo cuestionamiento o crítica. La naciente sanidad venezolana vio la luz en aquel clima tan auspicioso. En la pulcritud de sus nuevos espacios, toda aquella potencia sanadora —desde la penicilina hasta la anestesia, la vacuna antipoliomielítica y el “riñón artificial”— se ponían al alcance del médico y su paciente.
La bata blanca se convertiría así en objeto de un inmenso prestigio social: hasta el cubano Caignet, cuando pensó en “el muchacho” para sus radionovelas, no lo quiso ingeniero ni abogado sino médico, inventándose así al muy famoso Albertico Limonta.
La idea de hacerse médico todavía conservaría para los de mi generación el mismo atractivo que tuvo para la de mi padre. No había esfuerzo ni sacrificio que no valiera la pena con tal de llegar a ser parte de aquella noblesse vestida de blanco que en hospitales —cada vez menos— y en las grandes clínicas privadas —cada vez más— exhibía los galones de su nueva hidalguía sin reparar mucho en que un poco más allá, en la calle, el país poco a poco se nos iba poniendo “piche”.
Muchas veces lo advertimos de estudiantes, si bien admito que no siempre guardando las debidas formas: que en Venezuela íbamos muy mal, que aquello no podía seguir mucho más tiempo así. Decanos y directores de entonces pronto nos declararon “non gratos”, “termocéfalos” y “tirapiedras”.
Recién graduados nos asignaron a remotas medicaturas rurales donde no “echáramos vainas”.
Vivimos el Caracazo y el 4F, mientras la mirada de las élites venezolanas se mantenía fija en su propio ombligo. En el caso de las élites médicas la cosa no era muy distinta, con el alma puesta en la especialidad en la que el talento fuese más redituable, en el “fellowship” en el hospital académico “del norte” o en la aspirada acción en alguna de las grandes clínicas del San Bernardino o del Este en las que los el ejercicio profesional transcurriese impasible.
Mientras tanto, el país real ardía. A la veloz bicicleta de aquella Venezuela tan promisoria un buen día se le salió la cadena. Se acabarían los días de gloria del “jet set” de bata blanca. Desaparecieron las plaquitas metálicas con la sierpe de Esculapio en la parrillera delantera de los carros, generalmente rematadas con el letrero que ponía “médico”, que todos instalábamos.
El médico venezolano fue bajado de su pedestal por la fuerza de los hechos, proletarizándose progresivamente y viendo deshacerse ante sus ojos su otrora inmenso capital reputacional. Hasta de “mercachifes de la salud” nos tildó Hugo Chávez. Y nadie salió en defensa nuestra. Se acabaron el “glamour” y la “fe pública” de los médicos de antaño.
Los de ahora nos habíamos descubierto a nosotros mismos tan inermes como cualquier otro venezolano, corriendo a meter el diploma enrollado en una maletita barata para irnos a probar suerte en los “steps” de Estados Unidos, el “mir” de España o el “eunacom” de los chilenos.
Ni las ostentosas y deontológicamente muy cuestionables campañas de mercadeo de ciertos médicos (y también de odontólogos) desplegadas en vallas publicitarias en las autopistas lograrían su cometido en cuanto a recuperar el perdido “caché” del que las profesiones sanitarias gozaron en otros tiempos. Porque ya no estábamos en la Venezuela de la CONAHOTU y de los viajes de fin de semana a Nueva York por Viasa a 1.200 bolívares, sino en un país paupérrimo del que hasta hoy han huido más de cinco millones de desesperados compatriotas. Una nación miserable abandonada a manos de una banda de pillos.
El derrumbe sanitario venezolano, seguido ahora de la epidemia, nos devolvió a los médicos venezolanos al “kilómetro cero” de nuestras vidas.
Se acabaron los congresos en Punta Cana, los brindis en hoteles de cinco estrellas cada 10 de marzo, el golf de los miércoles y los torneos anuales de bolas criollas y de dominó intercolegios médicos. Las curvilíneas representantes de ventas de las grandes casas farmacéuticas ya no nos esperaran a las puertas de nuestros consultorios para atiborrarnos de inútiles pisapapeles, libretitas, bolígrafos de plástico y material “peopé” anunciando una nueva e inútil copia de algún analgésico o jarabe para la tos. Porque ya no somos mercado para nadie, al contrario: ahora vamos por el mundo clamando por ayuda humanitaria, esperando a que un avión de la ONU nos lance medicinas desde el cielo.
Las duras verdades de este tiempo y el tremendo cambio epocal que transitamos ha demolido la vida como la entendíamos cuando nos graduamos. 30 mil colegas nuestros se han marchado y en alguna sala de emergencias del mundo amanecerán hoy de guardia, como cuando éramos bachilleres internos, cuando no de “über” o a bordo de una motocicleta haciendo “delivery”.
Uno de cada cuatro muertos por covid-19 en Venezuela es de los nuestros. Un especialista con escalafón docente y 20 o más años de experiencia apenas devenga en un hospital de enseñanza tres o cuatro dólares al mes como salario.
De nada sirve buscarnos acicates espirituales fuera de la medicina, pues es en ella, en su crudeza pero también en sus grandes valores, donde reside la única fuerza a la que podemos apelar hoy: la fuerza del espíritu. Nadie vendrá a compartir con nosotros este cáliz amargo del que no podemos pasar de largo: bástenos con ver, por ejemplo, las declinaciones que de las invitaciones que les extendemos a nuestros congresos nacionales hacen esas mismas destacadas figuras de la medicina mundial que hace 20 años se desvivían por ser invitadas a dar conferencias en los hoteles de Margarita.
A Venezuela ya nadie quiere venir. Estamos solos en esto, sin más apoyo que el de nosotros mismos.
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Se acabó pues el “famoseo” médico. Ya no somos tan atractivos, divertidos ni interesantes como en otros tiempos. Hasta aquí llegó el enchantment de aquellos indespeinables especialistas que con sus níveas batas lavadas al seco levitaban frente a nosotros, bastante más jóvenes entonces, ofreciéndosenos como ejemplos a seguir. De nada nos sirvió imitarles y tratar en todo de ser como ellos. Como tampoco parece haber lugar para los “alberticos limonta” que a cada rato vemos aparecer en los tediosos programas de “salud y bienestar” que transmiten las embozaladas televisoras venezolanas, siendo que lo que nos quedan son hospitales que parecen degredos llenos de enfermos sentenciados por males que no les podemos tratar por no tener cómo.
En la medicina venezolana hace mucho se acabaron los días de la ética indolora y del deber cumplido a costo cero. Solo nos queda por delante un empinado gólgota que transitar, cargando al hombro con decoro y sin cireneo, la pesada cruz del país que terminamos siendo.
Hay que avanzar, por duro que sea. Nos lo reclaman nuestros colegas muertos tras contagiarse en sus puestos, ni más ni menos que en la primera línea de lucha contra la covid-19. Ninguna televisora cubrió sus exequias. No haciendo parte de los “famosos”, se marcharon al cielo despedidos tan solo por la sentida ovación de sus compañeros de sala. Como nos lo reclaman también las manos suplicantes que en los pasillos de nuestros hospitales, con el padre o el hijo desfallecido sobre una silla de plástico, se elevan a nuestro paso clamando “¡doctor, ayúdeme!”.
Solo nos queda testimoniar y dar cuenta a la historia de lo que este tiempo ha sido, luchando por futuros mejores que quizás nunca lleguemos a ver. Un testimonio que sirva a los que detrás vengan y que les dejaremos en la esperanza de llegar a merecerles un juicio benevolente; testimonio que incluso a nosotros mismos pueda devolvernos ese sentido último de las cosas que fuimos perdiendo a lo largo de los años en los que en Venezuela la frivolidad de sus élites —médicas incluidas— se elevara a la categoría de verdadera virtud.
Así le tocó en su día, hace siglos, a cierto médico judío del mundo antiguo. Hombre de cultura helénica versado en las fuentes del pensamiento de las grandes civilizaciones del Oriente, había estudiado medicina en la escuela de Alejandría, ni más ni menos que la Harvard de aquel tiempo.
A su ojo de clínico no escapó la profunda decadencia de la Roma del siglo I, que no era sino la de sus propias élites. “A esta Roma”, se dijo a sí mismo, “solo la salvará el espíritu”. Cuando el emperador Tiberio —el Donald Trump de la época— le reclamó su empeño por dedicarse a atender a los paupérrimos de la urbs despreciando a toda una potencial clientela de senadores y miembros de la clase ecuestre, él le respondió: “De otra manera, mi vida no tendría significado”.
Era todo un “fajado” aquel colega: hasta uno de los cuatro evangelios escribió. Lucano el médico lo llamaban. Nosotros los cristianos lo conocemos mejor como San Lucas, el evangelista. Y como él digo: a la Venezuela despedazada que nos quedó solo la salvará el espíritu.
Referencias:
Cadwell, T (ed.2003) Médico de cuerpos y almas. Madrid. Ediciones Martínez Roca, 748p.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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