Tuqueque y el odio como excusa, por Tulio Ramírez
“Imagino que, cuando triunfe la revolución, me tocará fusilar a mi papá quien tiene una bodega en Cariaco y explota a dos empleados que atienden desde el mostrador”. Esta expresión no forma parte de un mal chiste, por el contrario es la de un revolucionario que estuvo convencido por muchos años de que la lucha de clases era el “motor de la Historia”.
Fui testigo de esta reflexión en voz alta por allá por los lejanos 70. Era una noche de cervezas con un grupo de condiscípulos, aspirantes a sociólogos todos. En ese momento Chávez solo aspiraba a ser pitcher, por lo que era un ilustre desconocido.
Ese día habíamos cobrado la Beca de 600 bolívares y como buenos militantes y aspirantes a intelectuales de la izquierda, nos fuimos a libar en un barcito ubicado en la Avenida Victoria. Nuestra idea de “ligarnos con el pueblo” se limitaba a estos encuentros fuera del campus universitario. Aunque en honor a la verdad, no interactuábamos con los parroquianos, quizás solo con Gladys y Lorenza, las dos mesoneras del bar que frecuentábamos.
Nuestros poquísimos encuentros con “el pueblo” se debían, por una parte, a la falta de real, y por la otra, a que el resto del tiempo nos dedicábamos a leer a los teóricos marxistas para poder hacer nuestras monografías sobre la ideología y lucha de clases en Gramsci y Poulantzas. Eran tiempos de Bibliotecas, máquinas de escribir portátiles Olimpia y de la Nueva Trova cubana.
Los rezagos de la renovación universitaria, los debates entre la izquierda “reformista” y la “irreductible”, sumado a la intoxicación ideológica que nos hacía analizar la realidad solo desde el prisma del marxismo, nos colocaba ante el mundo como “la vanguardia preclara”, llamada a impulsar la transformación revolucionaria de Venezuela.
La frase con la que iniciamos este artículo se produce en el contexto ya descrito. Era la época en la que “los radicales, ultra izquierdosos o irreductibles” incorporaron a su arsenal discursivo la expresión “odio de clases” como consecuencia lógica del concepto de “lucha de clases”.
La ecuación era formalmente irrebatible, “si las contradicciones de clase son una característica esencial de las sociedades donde impera la explotación del Hombre por el Hombre, entonces, cuando el explotado tome conciencia de su condición, o sea conciencia de clase, volcará todo su odio contra el explotador con lo que se materializará la lucha que eliminaría la opresión, para así entrar al reino de la igualdad, o sea, al comunismo”. Listo, redondito el argumento, muerto el perro se acabó la rabia y 20 puntos en Teoría Social II.
Sí esa era la lógica que imperaba en esos predios revolucionarios, cómo no comprender a nuestro condiscípulo cuyo nombre de guerra, por cierto, era “Tuqueque”. El buenavaina de Tuqueque solo visualizaba lo que en un futuro cercano, le correspondería hacer en caso de salir triunfante la revolución. Afortunadamente de esos vaporones etílicos solo ha quedado la anécdota.
Unos años después, Tuqueque se graduó. Trabajó en un ministerio durante la denostada IV República. En algunos reencuentros comentaba que le iba muy bien, pudo comprar carro, apartamento, casarse, criar 3 hijos y hacer viajecitos de vez en cuando al exterior. Se jubiló en 2015, ya el sueldo se había pulverizado, y el ambiente de mediocridad y persecución política lo había hastiado.
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Hoy administra la Bodega que era de su padre, la heredó hace unos cinco años. Por cierto, cuestión que le ha salvado la vida, porque la pensión de jubilación no le permite ni siquiera comprar las medicinas.
Supe de él durante estos días aciagos. Me llamó muy angustiado preguntando si podía hacer algo por su hijo menor, quien había sido detenido durante las protestas, a propósito de los inverosímiles resultados electorales. “Amigo”, me comentó con un dejo de tristeza, “le están aplicando la Ley del Odio a un muchacho que solo ha aprendido a repartir amor y ayuda a los más necesitados. Su pecado fue creer que su voto podía ser valorado en este país”.
Desde las guerras más antiguas hasta los conflictos más recientes, tanto el odio como su persecución han sido utilizados como arma para justificar atrocidades, excluir a otros y construir identidades colectivas basadas en la diferencia y la hostilidad, bien por razones raciales, religiosas, étnicas o políticas. Pobre Tuqueque, está sintiendo en carne propia el uso del odio para satanizar a quien se oponga democráticamente al poder. “Esa no era la revolución que soñábamos”, concluyó antes de colgar.
Tulio Ramírez es abogado, sociólogo y Doctor en Educación. Director del Doctorado en Educación UCAB. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.
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