Turismo en Anzoátegui, por Simón Boccanegra
El turismo es la llamada industria sin chimenea. Para saber su verdadera importancia, basta con averiguar cuánto aporta esta actividad al PIB de muchos países europeos, o de Estados Unidos, o sin ir tan lejos, a muchas de las islas del Caribe. Hay criterios que podríamos llamar universales, y que funcionan como estímulos para que un ciudadano de cualquier país del planeta, sienta deseos de desplazarse a otro para conocerlo o disfrutar sus vacaciones. Uno es clave: la seguridad. Luego hay una amplia gama de exigencias que un turista normal se plantea: la oferta de bellezas naturales, la posibilidad de conocer centros culturales o históricos, la comida, etc.
También hay dos detalles de primerísima importancia, la calidad de los servicios que recibirá y qué tan cara o económica le saldrá la estadía. Recientemente una pareja extranjera estuvo en ese estado y se fueron jurando no volver. Se hospedaron en un hotel del Paseo Colón, con una hermosa vista al mar. Una noche (y fueron varias) acostados y con deseos de ver televisión, se quedaron con las ganas pues se fue la luz, sin tiempo conocido de retorno. Un día fueron a almorzar a una conocida cadena de comida rápida ubicada en el sector y al llegar el local estaba cerrado con el personal adentro, «se había ido la luz». Afuera la gente sudaba y protestaba. Otro día fueron a visitar a unos conocidos y cayó un palo de agua que los hizo percatarse de que las calles y avenidas se anegaban y el agua entraba por las puertas del taxi, en medio de una tranca anarquizada, pues la vía quedó reducida a un canal.
Dos horas y media duró el regreso al hotel. Una tarde-noche, luego de una puesta de sol, decidieron ir a tomar un trago al antiguo hotel Melia, y en plena calle un individuo sin disimulo alguno los robó. Huyeron de Anzoátegui. Se llevaron, eso sí, unas bellas fotos de la bahía de Mochima.
Sabemos por noticias que nos llegan de terceros, que la pareja habla con asombro de la basura y la suciedad que adornan a Barcelona y Puerto La Cruz. Para este minicronista, curado de espantos, no puede salvarse ese estado de la incuria general de la «revolución».