Un extraño caso de Lutembacher, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @gvillasmil99
A la memoria de mi maestro, rector Carlos Alberto Moros Ghersi.
El impresionante tamaño de la aurícula izquierda en la radiografía de aquel paciente que acabábamos de recibir en la sala de emergencia del Hospital Vargas generó entre nosotros un intenso intercambio de opiniones: “Demasiado grande, muchachos, ¿qué puede ser eso?”, preguntó alguien. A lo que otro, más atrás, en el tropel de residentes e internos congregados en la revista de sala, contestó: “Yo creo que eso es un síndrome de Lutembacher. Ayer estaba yo viendo una foto igualita en el libro de Felson”, añadió, citando al famoso tratado de radiología de tórax que toda mi generación médica se leyó de tapa a tapa.
Fue el cardiólogo francés, René Lutembacher, quien en 1916 describió el raro hallazgo de una comunicación interauricular congénita coexistiendo con una marcada estenosis (estrechez) de la válvula mitral en una mujer de 60 años afectada en su infancia por la fiebre reumática. La comunicación anómala entre las aurículas derecha e izquierda del corazón es un defecto congénito más bien raro –menos del 1%–, pero su asociación con enfermedad reumática de la válvula mitral lo es aún más. Descartar tal diagnóstico en aquel pobre enfermo se nos planteaba como un reto formidable. Fue entonces cuando uno de los presentes levantó la voz y dijo: “Miren, muchachos, si alguien aquí puede ayudarles a aclarar esto, ese es ‘Cabeto’ Moros”.
Al rector Carlos Alberto Moros Ghersi, mi maestro más querido, le conocieron desde sus años mozos, allá en Los Teques, como “Cabeto”. Internista formado en el Hospital Vargas de Caracas y cardiólogo por el Institute of Cardiology y el Institute of Chest Diseases de Londres. Era mi maestro un verdadero experto en el arte de desentrañar los más ocultos secretos que escondía una radiografía de tórax.
Corría el año 1993 y el maestro Moros Ghersi había sido elegido senador al antiguo Congreso Nacional por el estado Miranda. “¿Y cómo hacemos para presentarle este caso al maestro?”, preguntó otro. La respuesta fue unánime: “¡Pues vayamos pa’l Capitolio!”.
La curiosa grey de batas blancas y pijamas quirúrgicas de color verde avanzó ordenada desde el Hospital Vargas hasta la plaza del Panteón, desde donde caminamos animados hasta llegar a la esquina norte de Catedral.
Alguno de los compañeros en marcha observó que acabábamos de dejar atrás la fachada de un viejo caserón distinguido con una placa conmemorativa en bronce: “Hey, miren: ¡en esta casa enseñó José Martí mientras vivió en Caracas!”.
Ya en predios de la plaza Bolívar nos cruzamos con un grupo de ancianos que ocupaba con sus sillas portátiles un lugar preferencial en aquel magnifico cuadrilátero: eran los “edecanes” del Libertador —que custodiaban y acompañaban a diario a la estatua ecuestre de Adamo Tadolini con la que los venezolanos honran al Padre de la Patria desde 1874— mientras compartían entre sí viejas historias caraqueñas y alimentaban a ardillas y palomas. Al vernos pasar, aquellos recios caballeros nos saludaron: “¡Allá van los doctores!”, mientras se descubrían la cabeza en señal del respeto y afecto que por sus médicos siempre han sentido los venezolanos; respeto y afecto a cuya altura —y esto hay que decirlo— no siempre hemos sabido estar.
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Ya frente al soberbio enrejado del Capitolio Federal sobrevino el inevitable freno de la guardia del portón: “Venimos a ver a nuestro maestro, el senador Moros Ghersi”, dijimos en coro al malencarado oficial que nos impedía el paso, alegando que aquel era día de sesión conjunta de la Cámaras.
Supongo que el revuelo causado por aquella pequeña multitud en uniforme de hospital llamó la atención de los presentes en el histórico recinto, pues enseguida apareció el senador Moros Ghersi para darnos la más paternal bienvenida, como cuando nos recibía en sus clases en el hospital.
“Déjelos pasar, capitán”, dijo el maestro, “son mis muchachos del Hospital Vargas”. Aquella era la primera vez que yo pisaba los mármoles del Palacio Federal Legislativo. En su hermoso jardín interno, al borde de la fuente que lo adorna, mis compañeros describían al maestro el inusual caso que nos preocupaba al tiempo que le mostraban al trasluz la insólita radiografía que bajo el brazo traíamos, mientras mi mirada recorría distraída aquellos espacios que servían de sede al Parlamento bicameral venezolano de entonces.
Había un impresionante ir y venir de gente aquella mañana, entre periodistas, ujieres, funcionarios administrativos y parlamentarios. Al corro de jóvenes médicos residentes e internos que atendía a las explicaciones del querido maestro, se acercaban curiosos los habitantes de aquel mundo tan distinto al nuestro, entre los que recuerdo al entonces diputado Carlos Canache Mata, médico y abogado, que en España había sido alumno de López Ibor.
No hubo quien no se detuviera ante aquella inusual escena en la que el Congreso Nacional estaba sirviendo de escenario al hermoso peripato universitario que reunía una vez más al maestro con sus alumnos alrededor del maravilloso hecho de enseñar y ser enseñado. “No, muchachos”, nos dijo el maestro con rostro grave, “yo creo que esto no es un Lutembacher, sino una estenosis mitral muy apretada. Esto ya es quirúrgico”, concluyó con contundencia.
Hoy he venido a poner flores sobre la tumba del rector Moros Ghersi, mi maestro, para rendirle mi personal homenaje y agradecerle una vez más por todo el legado de bien que nos dejó a sus alumnos, a la universidad, a mi estado de adopción y a la medicina de este país.
Homenaje que quiero hacer extensivo a aquel Parlamento bicameral que hasta 1999 nos representó a los venezolanos hasta ser sustituido por una asamblea de tan solo una tras la abolición del Senado, la cámara federal por excelencia.
Parlamento que, con sus luces y sus sombras, sirvió de palestra en la que el país pudo encontrarse alrededor de sus grandes temas en deliberación libre y franca, en la que el adversario no era tenido por enemigo y en el que, concluido el más duro de los debates, dos parlamentarios de bancadas opuestas podían encontrarse para compartir un café. ¡Qué distinto a este contubernio de estilo norcoreano que tenemos ahora en el que efectivamente también se votarán mociones, solo que de antemano todos sabrán cuál es la que va a ganar! ¡Qué lejanas resonarán las voces de aquellos enérgicos tribunos de otros tiempos ahora que, antes que al cerebro del que piensa, se valorará más el tendón del mango rotador del que levante la mano en automática “señal de costumbre”, aprobando sin chistar cualquier monserga que allí se someta a votación!
Hoy, cuando de aquel Parlamento símbolo de la potente democracia que una vez fuimos nada queda, evoco la memoria del maestro que supo representar en él a nuestro querido estado con la misma magnanimidad con la que ocupó la silla de Vargas en la Universidad Central y con el mismo afecto con el que nos recibía en cada una de aquellas recordadas mañanas en el aula anexa a la sala 4 del viejo Hospital Vargas de Caracas, en sus inolvidables clases de radiografía del tórax que con los ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de gratitud hoy evoco en medio de esta, la más trágica hora venezolana de su historia.
¡Que en el cielo estés, maestro bueno!
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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