Un país sin ciudadanos, por Armando J. Pernía
Quien suscribe tiene una hija que estudia Nutrición y Dietética en la Universidad Central de Venezuela, por lo que estoy acostumbrado a escuchar historias dramáticas de niños y adultos desnutridos, enfermos y en la miseria.
La he visto llorar por el fallecimiento de un paciente que no puede explicarse por otra razón distinta a la desidia de un gobierno que prefiere forzar muertes por hambre antes de reconocer siquiera un error, o revisar la validez de sus políticas.
Por supuesto que la experiencia personal de mi hija carece de valor estadístico, no sirve para poner dimensiones a la crisis alimentaria que padece el país; pero la prueba. No puede ser que en los servicios de salud que administra el gobierno muera gente de mengua, como ocurría en el siglo XIX o principios del XX.
Niños hambrientos y sin medicinas. La situación existe, es real. Por mi particular situación familiar la conozco de manera directa. Ha ocurrido que en una semana se producen dos o tres casos que mi hija refiere con dolor.
Confieso que su madre y yo la formamos así de sensible con el dolor ajeno, pero quizás fallamos al no prepararla para vivir una realidad tan dura.
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Según Datanálisis, 60% de los venezolanos no puede comer sin subsidio del Estado y del 40% restante solo tres de cada 10 pueden vivir sin alguna muleta, que se traduce en la recepción de remesas. Según la encuestadora, cerca de 15% de la población ya recibe ayuda económica regular enviada por algún familiar emigrado.
Los reportes académicos recogidos por estudiantes de Nutrición en centros de salud estatales reflejan datos, obtenidos en el terreno, que indican que 50% de los niños que llega a consulta tiene algún grado de desnutrición; 70% de los pacientes hospitalizados también está desnutrido; 60% de las madres atendidas también padece esta condición.
Si uno observa las cifras de comportamiento del consumo que empresas de investigación de mercados dan solo extraoficialmente, se tiene que los venezolanos consumen, en promedio, 40% menos bienes que hace 10 años.
Hay categorías sensibles, como la demanda de medicamentos, que han caído más de 50%. Con esta situación contribuye, por supuesto, la escasez. Soy padre, también, de una hija con una condición crónica y conseguir su tratamiento ha obligado a una búsqueda que puede tardar hasta cuatro o cinco meses.
Conozco la realidad de los chats de intercambio de medicamentos, el padecimiento de conseguir fármacos en el exterior, la incertidumbre de ver bajar los inventarios -costosos, por cierto- de medicinas sin la garantía de obtener la «reposición».
Desde mi posición relativamente privilegiada -pues, mi hija tiene sus medicamentos- no puedo dejar de preguntarme cómo hacen los padres y las madres que viven dentro del promedio, con tres salarios mínimos de ingreso familiar, si deben enfrentar una situación similar.
¿Y qué pasa, entonces, con esta sociedad? Hoy los venezolanos somos menos autónomos y, por tanto, hemos perdido libertad. Las consecuencias de este hecho son tan dramáticas como peligrosas.
Estamos en un país donde las personas viven -vivimos- en medio de una concurrencia de circunstancias negativas: pobreza, precariedad, escasez, incertidumbre, arbitrariedad, inseguridad, censura, represión, insalubridad, y pare usted de contar.
¿Qué calidad de seres humanos puede surgir en este cuadro? ¿Puede extrañarnos la rabia, el resentimiento, el odio, la indolencia, la violencia, la anomia, la desazón y la tristeza que nos rodea?
¿Son inexplicables el irrespeto a los derechos ajenos que pulula en esta sociedad, el desprecio por la ley, la banalización del orden, el descrédito de la moral pública, la resignación frente a la anarquía, la tolerancia con la violencia, las respuestas masoquistas frente a la pérdida de la dignidad?
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Tenemos que hablar de la recuperación de la libertad; tenemos que hablar abiertamente de lo que significa desde lo más profundo de la condición humana depender de una caja subsidiada para comer; es imperativo abrir el debate sobre lo que nos puede pasar si para hacer cualquier cosa tenemos que aceptar ser parte de un registro, tener un carnet o aceptar el chantaje permanente de un gobierno que, definitivamente, no quiere ciudadanos, sino masas maleables e informes.
Es un debate complejo. Alguien podría decir, con razón, que esos subsidios son necesarios, que representan una respuesta válida ante los síntomas agudos al extremo de una crisis histórica; pero, solo deben ser el equivalente a un torniquete que detiene una hemorragia, una medida de urgencia, pero jamás una solución definitiva.
Se dice fácil, pero hay que tener claro que la gobernabilidad en una eventual transición democrática -por ahora, un anhelo difuso, como todo anhelo- puede depender más de la gestión de estos cambios culturales que de los arreglos políticos que sean necesarios para llegar a ese cambio.
El discurso gubernamental ha llegado a niveles extraordinarios de maestría para hacer pasar esa esclavitud contemporánea -quizás mucho más peligrosa que la vocación abierta de represión de las viejas dictaduras- por un acto de liberación.
Es escandaloso que el gobierno diga que protege al pueblo cuando insiste en hundirlo sin remedio ni esperanza en la miseria.
Estos 20 años, por desgracia, no han pasado en vano.