Un pequeño país, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Petit pays je t’aime beaucoup
Petit petit je l’aime beaucoup
Cesária Évora, Petit pays (1995)
Quedé conmovido aquella mañana de lunes al irrumpir en la sala de estar de médicos de mi departamento un poco más temprano que de costumbre llamándolos a pasar la revista. Sentada en su cubículo, una de nuestras jóvenes residentes tenía la mirada clavada en la pared, con los ojos inundados de lágrimas. «¿Pasó algo, doctora?», le pregunté. «No, profe, descuide, no es nada, es que…», me respondió, estallando en un llanto hondo que se notaba largamente contenido. «Es que no hay justicia, profe», agregó entre sollozos. «Para uno aquí no hay justicia».
Supe entonces que días antes la habían convocado a ella y sus compañeros al patio trasero de mi hospital para hacerles entrega, listado en mano, de una bolsa contentiva de algunos víveres otorgados a título de «ayuda», lo mismo que a millones de venezolanos empadronados en esa versión electrónica del estraperlo franquista con la que el chavismo pretende mitigar la pobreza que su revolución sembró.
Ningún mérito tiene para el régimen la dedicación de estos jóvenes colegas míos, consagrados a dedicación exclusiva al servicio en este pobre hospital en jornadas de guardia de 24 horas cada seis días –durante los días más duros de la epidemia cada cuatro– por un salario mensual que escasamente llega a los cinco dólares.
Enlatados de marcas desconocidas importados de Dios sabe dónde, y un empaque de harina de consistencia similar al del cemento, destacaban junto a una bolsa de quinchonchos recubiertos por una extraña capa verde. «Todo lleno de gorgojo, profe», se lamentaba la joven médica. «¿Quién puede comer eso?». Un puñado de frijoles podridos: eso es todo lo que la revolución le ofrece a la juventud médica venezolana, buena parte de ella integrada por muchachos de origen humilde cuyo único capital es su talento, su capacidad de trabajo y sus inmensos deseos de crecer.
Muchos vienen del interior y se hospedan en pensiones precarias, sorteando carencias de todo tipo y con frecuencia siendo víctimas de las bellaquerías de arrendadores sin escrúpulos que lucran de su necesidad en medio del esfuerzo titánico que realizan para poder estudiar y hacerse especialistas en jornadas de 10 horas diarias –si es que no toca guardia– ¡por menos de cinco dólares al mes!
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Tal es la naturaleza de regímenes como el chavista, que no solo buscan instrumentalizar políticamente la necesidad más básica del ciudadano sino que aspiran a doblegarlo moralmente –»quebrarlo», en la jerga de los milicos del Cono Sur– y hacerlo dúctil a los mandatos del Estado. Ni más ni menos que el instrumento mediante el cual Franco y sus «camisas viejas» hicieron de la España de la inmediata posguerra una sociedad de estómagos agradecidos.
Pero, al fin hubo justicia. Justicia para nuestra joven residente y para tantos venezolanos sometidos a la humillación cotidiana de las «cajas CLAP» entregadas por inclementes distribuidores a ciudadanos exhaustos tras largas horas formando fila a la intemperie, forzados a recibir las migajas podridas de una revolución de bellacos, mientras sus altos jerarcas vuelan a cenar con caviar en alguna villa de la Toscana, cuando no a comprarles pantaletas a sus amantes en exclusivas boutiques en los Campos Elíseos.
Pero la vía hacia la ansiada justicia por fin se materializó. Porque en Venezuela el problema no es tener la razón sino que se la den al que la tiene. La justicia por la que por años clamó el venezolano humillado a diario en no se la está haciendo, en principio, tribunal alguno con sede en una gran potencia poseedora de ojivas nucleares y servicios exteriores «de músculo» sino la corte de un pequeño país insular africano integrada por jueces de piel morena que se negaron a comer cuentos y, con la ley en la mano, llamaron pan al pan y vino al vino, poniéndole fin al «pan de piquito» de la cleptocracia venezolana que hizo del hambre de este país el negocio más lucrativo del mundo.
Un pequeño y para muchos de nosotros desconocido país lusoparlante recordado por ser la patria de Cesária Évora, la «diva de los pies descalzos», y cuya pobreza no ha hecho óbice para que se le tenga hoy como la democracia liberal más sólida de toda África. Fue en sus islas donde primero alumbró la justicia que enjugará las lágrimas de mi buena alumna y las de tantos venezolanos azotados por la necesidad.
Su nombre es Cabo Verde. Pido que jamás lo olvidemos.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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