Un Rey se ha ido, viva el Rey, por Fernando Mires
Una amante, elefantes baleados y un maletín con ilícitos dineros. Si hubiera sido un político, nada extraordinario. No hay día en los que la prensa no destape escándalos, corrupciones de todo tipo, aún entre los más conspicuos de ellos (recordemos a Chirac, Zarkosy, entre varios). Pero, aunque su importancia sea política, no estamos hablando esta vez de un político sino de un rey emérito: Un Rey: un representante de lo real, en sentido lacaniano (un poder que está más allá del poder de lo que conocemos como poder), un rey en sentido de lo real de nuestra modesta realidad, un rey representante de la realidad de su propia e histórica realeza. En cierto modo, la suma y síntesis de las tres legitimidades de Max Weber: la tradicional, la legal-racional, y la carismática.
Un columnista de ABC, Ignacio Camacho, resumió el significado de la realeza en un régimen parlamentario de modo más acertado que cualquier politólogo: “La monarquía” – escribió- “no es un ideal ni un mito sin significado, sino un instrumento pragmático, una garantía de arraigo para preservar la cúpula del Estado de tentaciones disruptivas y aventurerismos sectarios”
La definición dice mucho: El Rey juega un papel protector con respecto al Estado, es la idea. Con el ostracismo de Juan Carlos, lo que está teniendo lugar en España no es la decapitación moral de un rey emérito sino – hay que decirlo con todas las letras – un proyecto político cuyo objetivo es destruir la monarquía. O para decirlo aún más claro: estamos hablando de la alianza tácita – aunque a veces explícita – entre los populacheros de Podemos (en el sentido de Laclau el término populista les queda algo grande) y los nacionalistas de territorios que en el pasado nunca fueron nación, como es el caso de Cataluña.
En breve: populistas sin pueblo, nacionalistas sin nación. Y detrás de ellos, una masa desarraigada, furiosa, histérica que en otros países es homofóbica y que en España ha llegado a ser monarquifóbica.
La monarquía ha pasado a ser en estos momentos un chivo expiatorio (en el sentido acordado por René Girard) en una nación desesperada por una pandemia que nunca se va, por una crisis económica (o lo que es lo mismo: turística y hotelera) de proporciones infinitas, y por un gobierno que solo sabe transar y nunca gobernar. Hay que buscar al culpable. Esa es la divisa.
El pobre rey viejo, caído en deslices, pecados y torpezas humanas (demasiado humanas) calzaba perfectamente en el rol del chivo. Es por eso que el gobierno, probablemente en consuno con otros sectores de la clase política, decidieron sacarse el problema de encima lo más rápido posible y mandar al Rey a cualquier parte. La otra alternativa habría sido – calcularon ellos – que en medio de la pandemia, los de siempre: nacionalistas y demagogos, con la audacia que los caracteriza, levanten banderas antimonárquicas como si fueran la réplica post-moderna de la vanguardia jacobina de la revolución francesa.
¿No se han dado cuenta del crimen histórico que están cometiendo? El incisivo Arturo Pérez Reverte ha formulado la misma pregunta de un modo aún más dramático: “De verdad ¿nos creemos que el emérito se ha ido por su gusto, sin presión del gobierno ni de nadie, por iniciativa propia o de su hijo? ¿De verdad no nos damos cuenta de lo que está ocurriendo y va a ocurrir? ¿Y de verdad a los que se dan cuenta les parece bien o no les importa?”
¿Y a quién le importa la suerte de un rey decrépito? preguntarán los neo-anti-monárquicos. ¿No son las monarquías dinastías parásitas que viven de nuestro erario, simples fósiles históricos? ¿No ha llegado la hora de sacárselas de una vez por todas de encima?
Preguntas bien acogidas no solo por el vulgo sino también por politólogos y analistas que miden la realidad política con reglas de cálculo. Ni se les ocurre pensar que en Europa hay otras naciones – algunas bastante más modernas y avanzadas que España – con racionales servicios de seguridad social e incluso con fuertes partidos socialistas – que no solo se rigen por los principios de la monarquía parlamentaria sino, además, rinden a sus monarcas los honores correspondientes: Inglaterra, Suecia, Dinamarca, Noruega, Holanda, y otras aldeas tercermundistas.
Tampoco han observado que las naciones en donde no existe una figura monárquica, o en su defecto, una instancia que ocupe el lugar simbólico que otrora ocupaba el Rey, están peligrando en su condición democrática de un modo mucho más notorio que las monarquías parlamentarias.
El Rey es un sobreviviente del feudalismo en plena sociedad industrial dicen los que aprendieron ese marxismo-leninismo de silabario propagado por Monedero, Iglesias y Montero desde sus chalets. Por supuesto, desconocen el hecho, ampliamente probado por historiadores como Helmut Georg Koenigsberger y John Elliot, quienes en sus estudios sobre las llamadas “monarquías compuestas” demostraron que las emergentes monarquías europeas del siglo Xlll crearon las bases políticas para que comenzara el desmoronamiento del feudalismo, e incluso que las primeras formas de organización deliberativa, o pre-parlamentos, surgieran en Escandinavia, Polonia, Gran Bretaña e incluso en la España de las Juntas. Todas bajo el amparo de la monarquía. Incluso, la propia primera Convención de los franceses, la misma que proclamó los Derechos del Hombre, surgió con el visto bueno de la monarquía.
¿No mostró el revisionismo histórico francés (Michelet, Quinet, Tocqueville entre otros) con datos y hechos que la revolución después del asesinato de Luis XVl no dio origen a una democracia sino a formas de dominación anti-parlamentarias a las que sin problemas podríamos calificar de pre-totalitarias como fueron las de Robespierre y Napoleón? La democracia llegaría a Francia mucho después, influida antes que nada por la democracia parlamentaria de los ingleses más que por su propia y sangrienta revolución.
No, definitivamente no. Las democracias no son la antítesis de la monarquía. Todo lo contrario, la monarquía ha sido el manto protector del lugar donde surgieron.
Claude Lefort lo ha explicado mejor que nadie: “En la monarquía, el poder se incorporaba en la persona del príncipe (o Rey). El príncipe era un mediador entre los hombres y los dioses. O bien, bajo el efecto de la secularización de la actividad política, un mediador entre los hombres y las instancias trascendentes de la justicia soberana y la razón soberana. Sometido a la Ley y por encima de las leyes, condensaba en su cuerpo, a la vez mortal e inmortal, el principio de la generación y orden del reino” 1991: 26). O también: “el poder en tanto era encarnador, en tanto estaba incorporado en la persona del príncipe, daba cuerpo a la sociedad. Había un saber de lo que era el uno para el otro, saber latente pero eficaz, que resistía a las transformaciones de hecho, económicas y técnicas” (Lefort, 1990: 189)
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Siguiendo a Lefort, la desaparición de la monarquía (Lefort escribe desde una perpectiva muy francesa) dejaría detrás de sí un trono vacío. En ese trono vacío no debería sentarse nadie para siempre. Ese trono vacío, creía Lefort, es la condición de la democracia. Pero como advirtiera el mismo, ese trono vacío será eterna tentación para que, en nombre de la democracia se sienten políticos con pretensiones mesiánicas reclamando para sí las atribuciones que ayer correspondieron a la potestad del absolutismo real: son las llamadas dictaduras y autocracias de nuestro tiempo.
¿Cómo proteger al trono vacío con algo que sea más seguro que la voluntad siempre veleidosa y casquivana de los ciudadanos cuándo se dejan encandilar por las promesas de los anti-demócratas? La respuesta no nos la da Lefort. Pero podemos obtenerla mirando la historia de las democracias modernas.
En diversas naciones, políticos conscientes de los peligros que encierra una democracia librada al humor de la ciudadanía, han optado por crear organismos de protección.
En los EE UU el lugar de la soberanía del Rey, por ejemplo, ha sido ocupado por un libro puesto en el trono. Ese libro se llama Constitución.
La Constitución es allí el primer mandatario de la nación, hasta el punto que no son pocos quienes afirman que en los EE UU impera una dictadura de la Constitución. Una Constitución que está más allá del poder circunstancial de los partidos. Una que no es solo la letra de la Ley. Es el libro-rey que “constituye” a la nación como tal. Motivo que explica por qué en los EE UU es tan difícil modificar la Constitución. De acuerdo a la cuasi religión constitucionalista que allí prima, es preferible una Constitución anticuada a una Constitución alterada.
En países europeos en donde no rige la monarquía parlamentaria, ha sido inventada la figura del Presidente no ejecutivo, vale decir, la de un humano honorable que actúa más allá de los partidos. Un humano, dicho de modo terminante, cuya función es simular el poder del Rey. En muchas ocasiones dicha simulación ha funcionado.
Recientemente, en países como Austria e Italia, sus respectivos presidentes han actuado como diques de protección en contra del avance de los nacional-populistas del mismo modo como ayer Juan Carlos, el vilipendiado, lo hizo frente a los franquistas.
No obstante, la figura del Presidente no-ejecutivo también puede ser alterada. Lo estamos viendo en el caso de Polonia, donde su presidente Duda no pasa de ser un empleado al servicio del populismo nacional dirigido por Kacksinsky. Este último, a su vez, no ha hecho más que seguir el ejemplo de Putin cuando gobernaba como ventrílocuo detrás de esa marioneta llamada Medvédev.
El Rey en la Monarquía Parlamentaria – ese es el punto – es una figura más fuerte que la del Presidente no ejecutivo. Por de pronto, representa a la nación en su presente pero además en su pasado, en su historia. Gracias a ese Rey que no reina, la nación vive situada en el tiempo. Pues la monarquía parlamentaria, antes que monarquía, fue y es parlamentaria.
El Rey actúa en ella como un poder-símbolo, o como la presencia de un ser que, por el solo hecho de estar ahí, nos dice que el poder no termina en el estado o, lo que es parecido, que hay un poder sobre el poder. En ese sentido, en las monarquías parlamentarias, la monarquía no ha sido suprimida sino incorporada al estado en su doble papel. “El doble cuerpo del rey” lo llaman algunos historiadores (Gloel, 2014). Por una parte, un cuerpo sometido al poder terrenal. Por otra, un cuerpo simbólico situado más allá de las leyes. Un cuerpo dentro de la Ley y a la vez más allá de la Ley. Pero nunca fuera de la Ley, como confundió el desdichado Juan Carlos en España.
España necesitó de su Rey en un momento existencial de la historia reciente. Todos, algunos a regañadientes, lo reconocen. Probablemente lo volverá a necesitar en el futuro. Los demagogos de Podemos y los pseudonacionalistas vascos y catalanes así lo han comprendido. Por eso van en contra del Rey.
Luego irán en contra del Parlamento, como ocurrió en la Francia de 1789 y en la Rusia de 1917. Pues ellos no solo están en contra de la monarquía, sino en contra de la monarquía parlamentaria, vale decir, en contra de la simbiosis entre Monarquía y Parlamento. El Rey, como símbolo de integración nacional es para ellos un eje del sistema parlamentario en un parlamento que hace escuchar la voz de una sola nación, de un solo pueblo político. Un tema muy serio: Monarquía y Parlamento son los pilares del Estado español. Sin esos dos pilares el Estado se derrumba.
La monarquía parlamentaria supone la supresión del poder político del Rey en aras de su poder simbólico. Supresión dialéctica, en el sentido que confiriera Hegel al concepto de Auhebung. De acuerdo a esa concepción, las representaciones del pasado son incorporadas como figuras simbólicas en el presente. No deja de ser un procedimiento importante pues así como los individuos que reniegan de su pasado sin reincorporarlo al presente caen en las sombras de las más profundas depresiones, las naciones que han destruido su pasado – pienso también en la Alemania hitleriana- caen bajo las sombras del terror más despiadado.
El Parlamento Nacional es el enemigo principal del nacional-populismo español. El Rey, para sus seguidores, es solo una de las piezas de la integración nacional. Si el nacional-populismo logra zafarse de la monarquía, y España como nación única y unitaria desaparece para transformarse en la España Invertebrada que temía Ortega y Gasset, el populismo nacional tendrá el camino libre para avanzar hacia el centro vital de toda democracia: el Parlamento Nacional.
Quien quiera defender la unidad del estado tiene que defender en España a la monarquía parlamentaria. Pablo Iglesias ya lo entendió: eliminado Juan Carlos acorralará a Felipe. En los mismos momentos en que escribo estas líneas, intenta llevarlo a la silla de la justicia, acusado de encubrir los delitos de su padre.
¿Qué peor humillación para una monarquía que ser enjuiciada por un saltimbanqui de la política? Si es que podemitas y nacionalismos regionales logran sus propósitos, terminarán por llevar al Estado al banquillo de los acusados. Al fin eso es lo que buscan. Eso es lo que quieren. Hay que ser necio para no entenderlo.
No hay otra alternativa entonces: la obligación de todo demócrata español en estos momentos es la e proteger a su Rey para que, cuando llegue otro momento, el Rey los proteja a ellos.
Juan Carlos se ha ido. Políticamente está muerto. Pero el Rey no. Viva el Rey.
Referencias:
Elliot, John Imperial Spain 1469-1716. London 2002.
Gloel, Matthias, Las monarquías compuestas en la época moderna: conceptos y ejemplos, Universum 2014, Universidad de Talca
Koenigsberger, Hemuth, Monarchies and parliaments in early moderne Europa, Theorie and Society 5/2 Ansterdam 1978
Lefort, Claude, La invención democrática. Buenos Aires 1990
Lefort, Claude, Ensayos sobre lo político. Guadalajara, 1991
Weber, Max, Politik als Beruf, Stuttgart 1999-
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